La mujer que sostiene el disco: Foto tomada en Smithsonian
museum in African art collection, 28/12/2011
Uno de los problemas frecuentes –y graves-
que tenemos los seres humanos está representado por la mala costumbre de no vivir nuestra vida en presente. Cuando no
estamos tratando de liberarnos de nuestro pasado, estamos tratando de ocuparnos
del futuro: preparándolo, imaginándolo, planificándolo, visualizándolo. En fin,
los cargos de conciencia que nos han sido heredados por los gafes cometidos en el
pasado y la nostalgia por los buenos momentos que allí se han quedado, al igual
que las preocupaciones por asegurar el buen curso del futuro, son asuntos que
ocupan la mayor parte de nuestro tiempo y nos impiden de ocuparnos –a carta
cabal- de nuestro presente. A todas éstas, ¿qué es en realidad el presente? En
el fondo el presente es nada. Dura lo que dura un suspiro o el canto de un
gallo, el placer de un orgasmo o el instante del golpe sobre una letra del
teclado, la articulación de una palabra o el abrir y cerrar de los ojos.
Como lo sostenía mi profesor de
filosofía en mi último año de secundaria –de eso creo que ya les hablé en el
pasado-, el presente no existe. Según él, lo más importante de nuestra vida ya
pasó o está por pasar. Aferrado a esa tesis, se pasó todo el año tratando de
vendernos la idea de que teníamos que concentrarnos en preparar nuestro futuro
sin olvidar nuestro pasado, porque “los que no hacen la tarea ahora que están
plenos de energía y sin obligaciones –nos sermoneaba cuando no hacíamos
nuestros deberes escolares-, no la van a hacer nunca y por eso no tendrán
futuro, porque las obligaciones de hoy se les cruzaran con los deberes de
mañana y los de mañana con los de pasado mañana y los de esta semana con los de
la semana entrante y los de este mes con los del mes que viene y así podría alcanzarlos
el final de la vida sin haber cumplido las metas, que les encomendó el destino
cuando los mandó a este mundo. Bla, bla, bla….”
Bueno, que puedo decirles yo al
respeto… Durante bastante tiempo estuve de acuerdo con mi profesor, hasta que
leí, en medio de una depresión, ese clásico de la literatura de automotivación
intitulado: “Tus zonas erróneas”. Una sola frase de ese libro, que –lo
confieso- nunca quise leer en tiempos de lucidez, me llevó a crear conciencia
sobre la importancia de vivir en el presente. Según el autor de dicho texto:
-
Lo que haces
en tus momentos presentes es el único indicador de lo que eres como persona.
Después de ese momento me he esforzado
por dejar mi pasado en el pasado y por esperar con serenidad el futuro sin
preocuparme por lo que él pueda depararme. En ese cambio de mentalidad me ha ayudado
mucho un aforismo de Tom Clancy que dice: ‘‘hay que mirar fijamente hacia
adelante y concentrarse en lo que se puede hacer y no hacia atrás en lo que no
se puede ya cambiar’’. La cosa no es fácil porque el pasado “es un cubo lleno
de cenizas”, una carga incomoda, “un duende maleante/ que no duerme y quiere
que le canten”, que nos pone trabas, que nos impide crecer, que nos nubla el
panorama cuando tratamos de cambiar de horizonte, que nos enturbia el espíritu
y se opone a que hagamos nuestra vida. Dejar atrás el pasado, como bien lo dijo
Wayne W. Dye, implica siempre correr ciertos riesgos, quebrarle el
lomo a los hábitos y salir de la zona de confort. Dejar atrás el pasado significa, en la mayoría de los casos, aventurarse en esa zona desconocida que es la
aceptación de lo que somos, sin culpabilizarnos y sin culpabilizar a los demás
por lo que pudimos haber sido y no fuimos, por lo que ya dejamos de ser o por
lo que nunca seremos. Menudo galimatías, ¿no creen?
¿Se preguntaran ustedes por qué
me he detenido en este tema tan abstracto, matando el tiempo con este circunloquio,
que parece no tener ningún propósito formativo? Sucede que cuando esta
universidad no me llama, para que oficie como profesor de remplazo en materias
tan disímiles como retórica, ética profesional o relaciones humanas, yo me gano
la vida haciendo reparaciones domésticas de todo tipo a domicilio. Recuerdo que
hace ya varios años, un ama de casa me llamó para que ajustara los rieles de
sus cortinas, las cerraduras de sus puertas y el sistema de seguridad de sus
ventanas. Mientras yo hacía mi trabajo la matrona y su amiga de confianza se
sentaron en la terraza, en sus respectivas mecedoras a tomar el aire de la
tarde y abanicar su aburrimiento. Para darle
fresco a la lengua comenzaron a hablar de todo y de nada. La conversación
se desarrollaba dentro de la típica plática de comadres, que escrutan rigurosamente
la vida ajena. En esas andaban las dos señoras cuando, de un momento a otro, el
diálogo tomó una connotación trascendental.
En honor a la discreción, yo no
debería compartir con ustedes los pormenores de esa conversación. Pero como el
objetivo principal de este curso es el de ejercitar su capacidad de hablar en público,
mediante la puesta en escena de situaciones que los lleven a vivenciar la
experiencia de hablar delante de un auditorio sin haber preparado de antemano
un discurso, yo voy a contarles a ustedes los pormenores de esa charla de
comadres, para que se den cuenta que hablar en público de improviso no es nada
del otro mundo. Luego dos o tres de ustedes tomaran mi lugar sobre la escena y
contaran, a su turno, una historia del mismo género, siguiendo el protocolo consignado
en el documento que les estoy entregando en este mismo momento. Aquellos que no
tengan la oportunidad de pasar al frente hoy, les queda la tarea de escribir y
entregar en la próxima clase mi relato y el de sus compañeros.
******
La casa de mi cliente quedaba
en uno de los pocos barrios de clase alta de esta ciudad, en una de las calles
más discretas. Al lugar yo llegué a eso de las 10 de la mañana. La patrona, no
sé si por curiosidad o por desconfianza, se sentó en la sala a verme trabajar.
El día era soleado en grado sumo y como la semana anterior había llovido de
manera diluvial, el aire estaba cargado de humedad. Con el sol carburando a
toda máquina la carga de vapor de la atmósfera, la tarde se anunciaba bastante
calurosa. En el interior de la sala las revoluciones del abanico de techo no
alcanzaban a generar el viento suficiente para refrescar el interior de la casa.
Como las cortinas estaban descolgadas y las ventanas se encontraban abiertas
por causa de las reparaciones que yo realizaba, la matrona consideró inoficioso
la puesta en marcha de su aparato de aire acondicionado.
Al medio día, justo en el
momento en que las domesticas servían el almuerzo, llegó la amiga de mi
cliente. Vamos a llamarla, por razones prácticas, Alicia. Las dos tenían más o
menos la misma edad y era evidente que provenían del mismo medio social. Por la
manera en que se saludaron y por los temas que comenzaron a tratar no me queda
duda de que las dos eran intimas amigas y se conocían desde antes de la
creación del mundo. Como me interesaba terminar cuanto antes mi trabajo, yo no presté
inicialmente mucha atención a su conversación. En todo caso, era evidente que Alicia
y mi cliente se sentían un poco incomodas con mi presencia en la sala. Pero esto
no les impidió ponerse al día acerca de los rumores que circulaban sobre la
vida ajena.... “que la hija de zutanita se fue a vivir con el novio; que el Dr.
tal se va a separar de su esposa; que fulanita de tal se encontró en el
aeropuerto de la capital con su enamorado del colegio y parece que, como lo
dice la canción de Alfredo Gutiérrez, “un amor viejo no se olvida, un amor viejo
es la verdad, un amor viejo es en la vida toda la felicidad”, por eso van a
ponerle fin a sus apagados matrimonios, para calentar con los rescoldos de sus pasiones
juveniles los fríos años de la vejez…. Bla, bla, bla”.
En esas estaban cuando la dueña
de casa exclamó:
-
¡Hay Alicia, este calor está insoportable!
¿Por qué no pasamos al jardín para tomar un poco de fresco y así dejamos a este
hombre trabajar tranquilo?
Acto seguido, la matrona llamó
al muchacho responsable de la jardinería y los oficios varios para que les
llevara dos sillas a la terraza. Por mi parte yo hice como si no las hubiese
oído. Sin darme por aludido de lo que pasaba seguí concentrado en mi trabajo. Una
avispa angolita, que rondaba sobre mi
cabeza, se posó sobre mi cuello y comenzó a libar mi sudor. Una que otra mosca,
aprovechando que las ventanas estaban abiertas y las cortinas descolgadas, se
entró a la sala, atraída por los olores de los alimentos que habían quedado
flotando en el comedor después del almuerzo. El perro de la casa, maniatado por
la pereza y agobiado por el calor, se echó a dormir al lado de la puerta. El
loro, aprovechando la ausencia de su dueña, salió de su jaula y comenzó a hacer
maromas sobre los muebles, coreando un monólogo pueril. Las domesticas circulaban
discretamente de un lado para otro haciendo su trabajo y mirándome de reojos.
A la sombra del caucho frondoso
que estaba en una de las esquinas de la espaciosa terraza, sintiéndose ya en
mayor privacidad, las dos contertulias se acomodaron en sus mecedoras y
prosiguieron garlando –sin mucho pudor- sobre la vida ajena. Por mi parte yo
pude seguir los pormenores de su conversa, porque Dios me ha dotado de un oído
fino y en lo que a ellas concierne, las dos gozaban de una voz portentosa. Gracias
a la convergencia de esas dos circunstancias pude conocer la dimensión de las
cuitas que animaron su charla esa tarde.
Los temas parecían agotarse y
la conversación se había estancado en un punto muerto, cuando la dueña de casa
puso sobre la mesa un asunto de profundo contenido existencial.
-
Alicia - le dijo en tono grave a su
contertulia- en los últimos tiempos hay ciertos asuntos del pasado que no me
dejan dormir tranquila.
Con cierto desparpajo y
tratando de restarle trascendencia al asunto ésta le respondió:
-
Hay niña deja ya de flagelarte con el látigo
de tus recuerdos y duerme tranquila… ¡Ni que hayas matado a un hombre!
-
¡Peor que eso Alicia, peor que eso!, replicó
la matrona de la casa en tono compungido.
-
No me digas qué es así de grave, ¿qué puede
ser más grave en este mundo que matar a otra persona?, replicó Alicia.
-
Mira mija, el pasado cuando uno envejece se va
volviendo más pesado día tras día y hay momentos en los que asuntos, que uno
consideró como asuntos de poca monta, remontan a la superficie y te amargan la
vida, acotó la matrona con un dejo reflexivo.
-
En realidad no entiendo a dónde quieres
llegar, porque en la medida en que avanzas, en vez de aclarar las cosas, las
vuelves más confusas y si seguimos por esa vía “no vamos a llegar a ningún Pereira”, ni vamos a apaciguar tus
congojas, agregó Alicia con algo de desespero.
La dueña de casa calló por un
instante. Un silencio metálico invadió el universo. El perro, que dormía
apacible, se despertó de mal genio. Sin moverse de su puesto le lanzó un cajetazo feroz a una mosca hematófaga, que le había picado la crisma. El loro dejó de recitar su
monólogo pueril y continuó con sus maromas saltando de mueble en mueble. Una de
las moscas que revoloteaban en la sala salió al jardín por una ventana,
mientras que un toñ’ó entraba por la
puerta. La avispa, que libaba el sudor de mi cuello, levantó vuelo, revoloteó
alrededor de mi cabeza y vino a posarse sobre mi nariz. En la lejanía el ruido
del motor asmático de un carro viejo alteró la calma del mundo. El estrépito de
las carcajadas obscena de una de las domesticas me confirmó que aún había vida en
la cocina. Una moto pasó delante de la casa. En el instante en que la distancia
disipó el ruido del motor, la conversación se reanudó con una nueva reflexión
de la matrona.
- Hay momentos en los que la conciencia, como si
fuera una emisora mal sintonizada, se le da por emitir un ruido insoportable, que
nos va contaminando la vida segundo tras segundo. La permanencia del barullo
nos va sumiendo en un lodazal emocional que va consumiendo nuestras energías poquito
a poco y desinflando nuestra vitalidad hasta dejarnos en los puros
rines. Lo peor es que todo eso nos sucede sin que nos demos cuenta… Es decir,
todo pasa a nuestras espaldas y cuando nos percatamos de las circunstancias, la
atrición nos ha cogido ventaja.
-
¡Ah!, déjate ya de tomarte por filosofa y ve
al grano, que me estas desesperando, replicó Alicia con cierta crudeza.
-
Lo que te voy a contar es un asunto que no se
lo he contado jamás a nadie y por eso te pido absoluta reserva. No vaya a ser
que esto se vuelva de dominio público y el día menos pensado me vaya yo a
encontrar con alguien contándole mi historia a sus compañeras de juego de
cartas en el club campestre.
-
¡Qué!, ¿estás acaso sugiriendo que soy una
chismosa?, replicó Alicia con un tono indignado.
-
No, no es eso, agregó la dueña de casa. Lo que
pasa es que tengo que asegurarme que vas a guardar mi secreto en absoluta
confidencialidad.
-
Tú sabes, le respondió Alicia en guisa de
ratificarle su discreción, que yo no comento mis cosas con nadie diferente a
ti.
-
Más te vale Alicia, más te vale, porque si no
olvídate de nuestra amistad, advirtió la patrona en tono grave.
Reconfortada por la promesa de
confidencialidad que le había hecho su amiga, mi cliente inició su relato.
- Resulta Alicia que cuando yo era joven,
deseosa de vivir nuevas experiencias, decidí irme de vacaciones a un lugar
completamente paradisiaco, donde fuese desconocida para todo el mundo, donde el
anonimato y la atmósfera social me permitieran hacer todo aquello que el qué
dirán y las apariencias que uno debe guardar en esta ciudad, no me habían
permitido de hacer hasta entonces. Mi matrimonio se acercaba y yo sólo había
tenido un solo novio y no quería casarme sin darme la oportunidad de conocer a otro
hombre en el plano íntimo. Así que reuní todos mis ahorros y me fui a la
agencia de viajes de Florencio Barrios y le pedí que me consiguiera tiquetes y
me reservara hoteles en algunas de las islas más turísticas del Caribe en aquel
momento. Como la plata no me alcanzó le dije que le pasara el resto de la
cuenta a papá. Florencio movió cielo y tierra y tres días más tarde me había
conseguido pasajes y reservas de hoteles para veinte días a lo largo y ancho de
las Antillas. Así que ese mismo fin de semana pude irme de viaje. Cuando llegué
a mi destino, liberada del escrutinio del mundo y ansiosa por lanzarme en los
brazos de la aventura, salí a explorar la piscina, la playa y la vida nocturna.
Una noche, en la barra del bar de la discoteca del hotel, yo vi un tipo con una
pinta de galán cinematográfico, que me movió el piso de una. Al darse cuenta
que yo lo miraba insistentemente ese hombre, con perfil de Apolo y Cuerpo de
Adonis, se acercó y me ofreció de beber. Comenzamos a hablar. Sin darnos cuenta
fuimos entrando en acción y de ese modo mis tres semanas de vacaciones ardieron
en el fuego de la lujuria y el desenfreno, abrasando todos mis principios
morales, mi pudor, mis valores religiosos, mis, mis, mis….
- ¿Y cuál es el problema ahora?, prorrumpió Alicia
sin rodeos.
- ¡Hay mija, tú si eres bien descomedida!,
reconvino la matrona en tono medio iracundo. Date cuenta que a mi edad lo único
que uno espera es la muerte. Imagínate tú que yo me muera está noche y mañana, cuando
llegue al cielo, me llame Dios ante su presencia para pedirme cuentas… ¿Qué voy
a responder yo cuando el Señor me diga: “dime mujer, has tú pecado?”... ¿Qué
voy a decirle Alicia, que voy a decirle al Señor?
- ¡No/no/no!... Déjate ya de boberías mija y a lo
hecho pecho. Al pasado hay que dejarlo allí donde pasó y seguir para adelante
sin cargos de conciencia. Por eso es que hay que pensar dos veces antes de
pasar a los hechos. Eso nos evita que tengamos que arrepentirnos de lo que ya nadie
puede corregir. Contrario a ti, yo nunca me preocupo por lo que me pueda pasar
después que muera. Si yo me muero ahora mismo y al llegar al cielo Dios me hace
la misma pregunta que tú esperas que te haga a ti: “¿Dime mujer, has tú
pecado?” Yo le responderé, con aire inocente: “¡Señor, eso sólo tú lo sabes! Si
él decide que he pecado y me envía al infierno a purgar mi pena y allí el
Diablo me pregunta cuál es mi última voluntad… yo le diré: “Satán, toma mi
cuerpo, mételo al horno y calcínalo sin piedad. Luego toma mis cenizas y
espárcelas sobre un suelo de greda apetecida para la fabricación de porcelana. ¿Quién
quita que mis restos caigan en las manos de un Dios deseoso de reinventar el
mundo, que decida crear con el barro de mi cuerpo un nuevo hombre y que de la
costilla de éste salga una nueva generación de mujeres, que esté dispuesta a ir
por el mundo a gozarse la vida sin
remordimientos?”
- ¡Hay Alicia!, exclamó la matrona
escandalizada, tú ya no tienes remedio y contigo no hay caso… ¿Cuándo es que
vas a tomar las cosas en serio y a dejar de ver el mundo desde ese ángulo
trivial?
*******
La conversación se terminó y
las dos mujeres, ansiosas de pasar a otra cosa, decidieron trasladarse al patio a
tomar café y a ver en el periódico las fotos de los últimos eventos sociales de
la semana. Cuando atravesaban la sala, la matrona se sorprendió de que yo
estuviese aún allí. Con el rictus un poco avergonzado me preguntó.
- ¿Todavía no ha terminado usted de hacer su
trabajo?
Sin perturbación le informé que
apenas iba por la mitad de las reparaciones y que para el día siguiente quedaría
una buena cantidad de cosas por hacer. Viendo sus gestos me di cuenta que en el
fondo su preocupación no tenía nada que ver con mi trabajo. Iba a entrar a la
cocina cuando se devolvió y yendo directo al grano me dijo:
- ¡Espero que no vaya a comentar con nadie lo que
acaba de oír!
Para tranquilizarla le dije:
- ¡No se
preocupe señora! Como puede ver, me concentro en hacer mi trabajo, sin
prestarle atención a las conversaciones ajenas.
Enoïn Humanez Blanquicett , Montreal, Québec, otoño de 2011.
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