Foto
de la vitrina de La casa de los espantos, Niagara Falls, Ontario, Canadá
Esa mañana dominical estaba mirando, solo por
pasar el tiempo, los titulares de las noticias que traía el periódico de mayor
circulación nacional. Mientras desayunaba y ojeaba el matutino, meditaba en el
discurso que daría esa tarde a los fieles de mi congregación. Aunque faltaban ocho
horas para mi presentación, como ninguna idea me pasaba por la mente, había
comenzado a preocuparme. De un momento a otro una voz comenzó a interferir la circulación
normal de las ideas en mi mente:
- ¿De
que vas a hablar esta tarde en tu predica?, machacaba a cada momento con su
tonito zumbón.
Para desactivar el círculo vicioso que me
imponía ese pensamiento parásito, que se apoderó de mí y no me dejaba reflexionar
tranquilo, traté de conectarme con mi espíritu. Desde allí otra voz me aconsejaba
con dulzura:
- No
te preocupes, que ya Dios te mandara un tema interesante para tu homilía.
Buscando hacerle el quite a los pensamientos
obsesivo-compulsivos seguí saltando por los titulares del periódico, sin
prestarle atención a ninguno. Navegaba por las páginas del diario –con la
dificultad de una barca en los meandros de una ciénaga- cuando de repente vi,
en un pequeño recuadro, en letras de molde, el titular de una noticia que
atrajo mi atención:
- ‘‘Próximo
primero de mayo será beatificado el Papa Juan Pablo II, anunció el Vaticano’’.
En mi mente se pusieron a dar vuelta todos los
prejuicios dogmáticos que nos hemos ido construyendo los protestantes sobre la Iglesia católica: “gran
ramera”, “secta adoradora de ídolos falsos”, “camino equivocado para seguir a
Cristo”, “compendio de doctrinas idolatras”, etc. Me iba perdiendo en ese
barullo de incoherencias teológicas, cuando de pronto me acordé de una de las reflexiones
más lúcidas del futuro beato: “Ni el cielo ni el infierno existen como lugares
físicos. Sólo existen como lugares espirituales. El cielo
descrito con tantas imágenes en las Escrituras no es una abstracción entre las
nubes, sino una relación viva y personal con Dios. El infierno existe y es una
verdad de la fe. Pero no es un lugar físico, sino un estado del alma; un modo
de ser de la persona, en la que ésta sufre la pena de la privación de Dios”.
Tenía la intención de
ponerme a reflexionar sobre esa elucubración del, en adelante, Beato Juan Pablo
II, cuando en la radio una vos bien entrenada comenzó a contar un cuento
japonés, que terminó de descuadernar mi estado de ánimo. El narrador comenzó
diciendo que una vieja leyenda budista afirma que “el hombre puede ser Dios si
se lo propone y demonio si lo dispone”.
A reglón seguido el
cuentero comenzó a relatar que en un pueblo perdido, en las montañas de una de
las islas del Japón, habían dos hombres: uno reputado por ser un individuo
absolutamente perverso y despiadado, que hasta la mención de su nombre infundía
temor en la gente, y otro afamado por
ser un ser sabio y sensato, que sentía piedad y prodigaba respeto hasta por las
creaturas más insignificantes de este mundo. Un día en una calle del pequeño
poblado se cruzaron esos dos hombres, que representaban en realidad dos mundos
completamente opuestos. Para amargarle la vida al hombre sabio y piadoso, que
lo había ignorado, el hombre perverso y despiadado trató de detenerlo,
lanzándole, de manera brusca e incivil, una pregunta, que a su juicio era difícil de
contestar, incluso por el más sabio de los seres humanos.
- Oye
tú, que tienes fama de saberlo todo en este mundo, si es verdad que todo lo
sabes contéstame inmediatamente esta pregunta: ¿Existe Dios y si es verdad que
éste existe, que hago yo para hablar personalmente con él?
El hombre piadoso y sabio, sin mirarlo y sin
detener su marcha le contestó:
- Hombre
necio y desadaptado, no tengo tiempo para perder contigo dándole respuesta a
preguntas estúpidas.
El hombre perverso y despiadado montó en cólera
y, sin pensarlo dos veces, alargó su brazo y tiró al asceta del kimono por la
parte trasera.
- ¡Ven
acá, viejo!, le dijo en tono despectivo, parece que tú no te has dado cuenta de
con quien estás tratando. ¡O tú me pides disculpas inmediatamente por la ofensa
que me has hecho o yo te rebano el cuello con mi cuchillo!
El monje se dio la vuelta lentamente
y mirándolo fijamente a los ojos le dijo, sin ningún asomo de temor:
- ¡En
realidad yo no tengo nada porque disculparme! Si me quieres matar mátame. Mi
posición frente a la muerte hace rato yo ya la tengo resuelta. ¡Morimos el día
que nacemos querido amigo! Contrario a mí; eso te lo aseguro, tú le tienes pavor
a la muerte. Si tú me matas hoy yo descansaré. Tú, en contra partida, quedaras
vagando en este mundo, enfrentado a los ataques de tu conciencia, que no cesará
de recordarte que eres un demonio, cuyo lugar está en el infierno, porque
mataste a un hombre indefenso.
Sorprendido por la retahíla que el
otro venía de soltarle a quema ropa, el hombre perverso y despiadado adoptó una
postura inédita en su vida. Con el semblante descompuesto comenzó a espetar en
tono vacilante:
- Hombre
perdóname si te he ofendido. Yo en realidad no quería contrariarte. Sólo quería
saber si Dios existe y si hay algún camino que me permita acercarme a él de
manera directa.
- Pues
déjame decirte dos cosas, replicó el ermitaño: Cuando tú te empeñas en hacer el
mal y en destruir la vida de los otros, tú eres un completo demonio que haces
de tu vida un infierno. Al contrario, cuando pides disculpas por tus ofensas y
te esmeras en respetar a tu prójimo, tú comienzas a transitar el camino que te
lleva a Dios. Es más, si tu perfeccionas esa práctica, con el tiempo tu mismo
te convertirás en Dios.
En mi cabeza chocaron, con la fuerza de dos
placas tectónicas que se embisten, la moraleja de ese cuento y los argumentos
del difunto Pontífice. El saludo de
dedicatoria de un porro, que sonaba a todo volumen en el equipo de sonido del
vecino, vino a agravar las cosas. En la parte más alegre de la pieza musical un
hombre, con el acento de los campesinos del Bajo Sinú, dijo: “Daniel Alfredo
Naranjo, si es verdad que el diablo existe tiene que estar vestido de mujer”.
Sin darme cuenta una hoguera teológica había tomado
vuelo en mi cabeza. El fuego se expandía rápidamente. Las llamas habían dado
lugar a una conflagración de proporciones monumentales. El incendio devoraba mi
espíritu, segundo tras segundo, sin dejarme ninguna salida. Para escaparme de
la deflagración por una parte segura abrí mi biblia y comencé a leer el primer
versículo que vieron mis ojos. No había leído cinco palabras del libro sagrado cuando
caí en cuenta, para mi gran sorpresa, que en el texto que examinaba, Dios era
hombre. Sin darme tiempo de elaborar otra conjetura, mi raciocinio me impuso
una conclusión aparatosa. ¡Oh Dios!, no podía creerlo, pero acababa de
descubrir una nueva ley teológica,
condensada en un gracioso silogismo. Dios y el Diablo existen. Si existen,
tienen sexo. La Biblia dice que Dios es hombre, pero no establece con claridad el
sexo de Satán. Si en la naturaleza existen dos sexos, no se conoce de seres
asexuados y el Sexo de Dios es masculino, entonces el diablo es de sexo
femenino y está representado en la mujer.
- ¡Santo
cielo!, exclamé angustiado, ya entiendo porque fue Eva la que indujo a Adán al
pecado…
Arribar a esa conclusión me produjo una
profunda consternación. De un minuto al otro sentí que comenzó a faltarme el
aire y el cuerpo se me paralizaba. Una legión de suposiciones se había tomado
por asalto mi cabeza y me estaba estrangulando sin que yo opusiera resistencia.
En un acto desesperado, tratando de escapar de ese marasmo mental, grité a voz
en cuello:
- ¡Señor,
Señor, qué caos!...
Tomándome la cara con las manos, flagelado por
la aflicción, clamé:
- Padre,
ten piedad de mí y sácame de esta tormenta, que aún no tengo tema para mi
predica de hoy.
Con el pretexto de deshacerme de esa ola de
incoherencias, que había nublado por completo mi capacidad de razonar, decidí de
salir a caminar un rato, para relajarme un poco y poder pensar en mi sermón de
la tarde. Tomé mis gafas de sol, agarré mis llaves, me despedí de mi mujer y me
eché a andar sin rumbo. No había caminado doscientos metros, cuando levanté la
mirada para cruzar la calle y justo, allí, en la pared de enfrente, en negro
sobre blanco, un graffiti me estrujó sobre la cara un anatema urticante:
- El
diablo no es tan malo como se afirma, lo que pasa es que los seguidores de Dios
no cesan de hacerle mala prensa.
Escandalizado regresé a mi casa, entré en mi
aposento, me eché boca arriba sobre mi cama y comencé a meditar. En ese momento
me acordé de un testimonio, que el hijo del difunto pastor Maño Torres dio una
vez en el centro de estudios teológicos. Sin dar tantas vueltas decidí que esa
tarde, en vez de predicar, contaría, tal como él nos lo contó en la escuela de
pastores, ese testimonio. La historia es la siguiente y la contaré en primera
persona, porque así la contó quien la vivió.
***
Mi padre había llevado en su juventud una vida
mundana y perdida, en la que abundaron, en cantidades superlativas, las mujeres
de vida licenciosa, el licor, las drogas y el juego. Sumergido en el infierno
del vicio y la desmesura, ese hombre pasó los mejores años de su vida. Allí,
atrapado en el universo de la perdición, se encontraba aquel individuo el día en
que una mujer le habló de Dios. Mi padre se sintió atraído por esa mujer,
escuchó su mensaje y se convirtió a la palabra. Varios meses después, mi padre
se casaría con la mujer que le presentó a Dios. Yo, amados hermanos, soy el
primer fruto de esa unión.
Antes de que yo naciera, para evitarme los
suplicios por los que él había pasado, mi padre decidió que yo sería predicador.
Esa decisión lo llevó a tomar todas las precauciones del caso para que yo fuese
entrenado, desde niño, en las artes de la oratoria religiosa, el conocimiento
de los textos sagrados y en el manejo adecuado de la espiritualidad.
A pesar de que desde mi más temprana edad,
hermanos, yo había sido educado para servir a la obra de Dios, para
perfeccionar mis conocimientos en los temas sagrados, cuando cumplí 18 años, mi
padre decidió de enviarme a cursar un seminario de profundización bíblica en
una prestigiosa escuela religiosa, localizada en la pequeña ciudad de Cookeville, en el Estado de Tennessee. Interesado en
que mi estadía allí fuera absolutamente productiva, mi padre se ocupó
de que yo fuese alojado en la casa de uno de los pastores que dirigía el
seminario bíblico. La suya era una familia absolutamente creyente, que llevaba
una vida dentro de los cánones del puritanismo. No entraré a describir los mores
propios de esa familia, porque no es el objetivo de este testimonio.
Como dicen aquí en nuestra tierra
el Diablo siempre asecha hermanos y esta presto a inducirnos al pecado. El pastor y su mujer, que eran personas
muy recatadas tenían tres hijas cuyas edades oscilaban entre los 18 y 23 años.
Yo en la vida no había visto mujeres de una piel tan blanca, de unos cabellos
tan claros y de unos ojos tan azules. Por su parte, ellas, así me lo ha
confesado varias veces la menor de todas en esas largas conversaciones, que
animan la vida cotidiana de toda pareja, tampoco habían visto –o mejor dicho
tenido contacto directo- con un hombre de mis características. Como
el diablo –desde el comienzo del mundo- ha hecho su trabajo a través de los
deseos carnales, ellas –desde el primer momento- se sintieron tan atraídas por mí,
como yo me sentí por ellas. Yo, para
evitar cualquier desliz, puse el tema en oración.
El dormitorio
que me fue destinado quedaba en el ático, separado del resto de los dormitorios
de los habitantes de la casa, que se encontraban todos en la segunda planta. Como
estaba muy cansado, me fui a dormir inmediatamente después de la cena. No había cerrado bien los ojos
cuando empecé a soñar que deambulaba en medio de una selva exuberante, poblada
de árboles gigantescos, cargados de frutas apetitosas. La floresta estaba
habitada por bandadas de pájaros exóticos y legiones de mujeres desnudas, que
parecían seleccionadas en un reinado nacional de belleza de Venezuela. Cuando
no se encontraban retozando la resolana sobre las piedras, en poses tan
obscenas como esas que adoptan las modelos que se observan en los pecaminosos
cuadros del pintor Harold Ortiz, se bañaban en las cascadas de los riachuelos,
que surcaban ese decadente paraíso onírico.
Al verme, las divas comenzaron a caminar hacia mí,
adoptando la actitud seductora de esas modelos que desfilan en las pasarelas de
los desfiles de moda. Para ponerme a salvo del pecado tomé mi biblia, la abrí,
leí un versículo y comencé a orar. Pero hermanos, la incitación a pecar era más
fuerte que yo y mi carne flaqueó. Cuando iba a comenzar el ritual pecador, del
cielo descendió un cono de luz de colores magníficos, que rodeó mi cuerpo, lo
raptó y me llevó lejos de ese lugar de lujuria. En ese momento desperté. Para
paliar la angustia, tomé mi biblia, la abrí, leí un versículo, oré durante un
rato y me acosté de nuevo.
Me estaba volviendo a quedar dormido cuando una
nueva pesadilla comenzó. Soñé que el propio Demonio entró por la ventana, me levantó
de la cama a pulso, me tiró en uno de sus hombros, descendió las escaleras,
atravesó la sala, abrió la puerta: yo gritaba pero nadie me oía, salió a la
calle y me arrojó sobre el piso. En seguida tomó su trinche y se abalanzó contra
mí. El arma del Maligno iba a atravesar mis carnes cuando yo dí tres rollos
sobre el pavimento y, como impulsado por un resorte, me levanté. Sin pensarlo
dos veces me eché a correr por un sendero escabroso, que se dirigía a la cima
de una montaña. Estaba completamente desnudo y mi espíritu se encontraba minado
por el sentimiento de la indefensión.
El paisaje era breñoso y estaba poblado por una
vegetación plagada de espinos, zarzas, escaramujos y todo tipo de bejucos de tallos y
hojas filosas y rasposas. A cada paso yo trastrabillaba y caía, me levantaba, volvía
a caer y volvía y me levantaba. Detrás de mí, completamente desnudo, corría
Belcebú con su tridente. La falta de aire comenzaba a asfixiarme. Las hojas de
los bejucos, las espinas de los árboles y las rocas destrozaban mi piel en cada
movimiento. Mi cuerpo lacerado y sangrante sudaba copiosamente y con el sudor aumentaba
el ardor de mis heridas.
Cuando llegué a la cima de la montaña me
encontré frente a frente con un abismo profundo. No podía intentar un desvió
porque, a lado y lado, el camino estaba tapiado por sendas parelillas de rocas difíciles de escalar. No podía devolverme
porque detrás de mí, con su trinche en la mano, estaba Satanás pisándome los
talones. Como no tenía otra salida, me encomendé a Dios y me lancé al
precipicio. Estaba a punto de tocar el fondo de la sima, cuando una parvada de
ángeles vino en mi auxilio y me llevó a un lugar seguro. En ese momento me
desperté azorado.
Para calmar mi angustia, tomé la biblia, leí un
versículo y me puse a orar. Mientras oraba me fui quedando dormido. No había
vuelto a conciliar bien el sueño cuando empecé a soñar que deambulaba por un
sendero, que atravesaba un paraje de árboles y plantas desnudas, cuyas ramas
eran mecidas de manera permanente por un viento helado. Caía una llovizna pertinaz, que iba empapando sin
prisa y sin pausa mí ropa. Una que otra confiera salpicaba de verdor la
desolación tenebrosa, que gravitaba sobre ese paisaje desolado. Una bandada de gigantescos
pájaros negros, que surcaba el cielo, pasó sobre mi cabeza, emitiendo sonidos horripilantes.
De un momento a otro comencé a subir una colina
llena de cruces y losas fúnebres. Cuando gané la cima y comencé a descender vi
a lo lejos una explanada. En el centro se encontraba una cabaña de aspecto
confortable. Sin saber por qué, me dirigí hacia ella. Cuando llegué allí, como
si éste fuese mi domicilio, gire el pomo de la puerta y entré con absoluta
confianza. Dentro de la cabaña, al final de la sala, sentado en posición de
lotus, se encontraba el Demonio blandiendo en las manos todos los libros
sagrados. A su derecha las hijas del pastor, vestidas de sensual lencería, me
aguardaban coquetas. A su izquierda, el pastor y su mujer celebraban mi
llegada.
Resignado frente a los designios de mi destino
me sumé al grupo, alineándome de lado de la pareja pastoral. Los dos, obsequiosos
y festivos me invitaron a poseer sus hijas sin rodeos. El ritual de pecado iba
a comenzar cuando escuché que alguien pronunciaba mi nombre. Abrí lentamente
los ojos y, ¡oh sorpresa! Delante de mí estaba el pastor, su mujer y sus tres
hijas, que habían subido a despertarme para que bajara a hacer la primera
oración del día y a tomar el desayuno.
Avergonzado cerré los ojos. De nuevo comencé a
deambular por un sendero, que atravesaba una selva de árboles exóticos, cargados
de frutas apetitosas y poblada de aves fantásticas y mujeres desnudas. No les cuento
más porque el resto ustedes ya lo saben.
***
Satisfecho de mi discurso cerré mi predica,
diciéndole a mis feligreses que redoblaran su vigilancia, porque el diablo nos
asecha hasta en los sueños. La seriedad de mi reflexión se echó a perder porque
una mujer vestida de negro, que se encontraba en la mitad del templo, acotó con
malicia:
- Y los deseos de pecar pueden sorprendernos hasta en la casa del pastor.
Sin tener en cuenta que estábamos celebrando la
solemnidad del culto, la congregación estalló en risas, sin detenerse ni un
instante en la moraleja del testimonio que yo acaba de relatarles.
Enoïn Humanez Blanquicett, Montreal,
Québec, verano de 2011.
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