Imagen tomada de: Élection Montréal
Las elecciones son un ritual social: como el Halloween, el San Valentín,
el carnaval, la Semana Santa o Navidad, que se practica en las sociedades
occidentales, desde hace más o menos dos siglos, en promedio cada cuatro años. Con este ritual el ciudadano; como se le llamaba en el
siglo XIX a la gente educada, con cierta independencia económica y con una
buena cantidad de tiempo libre para dedicar a la vida pública, ha buscado
evitar la perpetuación en el poder de eso que, en buen castellano de Colombia,
podríamos llamar el reinado
de los mismos con las mismas.
En las democracias respetables –y no quiero citar una en particular,
porque todas las democracias tienen sus lunares- las elecciones cumplen, en
teoría, la función que cumplen los balances y rendiciones de cuentas en las
empresas. En ese momento el elector, que le otorga al elegido la parcela de
poder que adquiere con la mayoría de edad, pide cuentas y oye propuestas para
decidir si renueva su confianza en él o si escoge a otra persona para que
represente sus intereses, sus aspiraciones y sus creencias y caprichos
filosóficos en la escena pública.
Los candidatos a elegidos, para demostrar que son sensibles y empáticos
con la condición humana, deben –durante uno o dos meses- cargar y besar niños
ajenos, visitar ancianos, palear nieve, meterse al barro, cargar ladrillos y
fingir interés por los asuntos de la vida cotidiana de la gente del común. Ellos saben que el que mejor juegue ese rol ganará el derecho a pasar cuatro años
alejado del trafago tortuoso, que joroba minuto a minuto, semana tras semana la
vida de la gente que no es elegida.
Pero eso no basta. Para que el ritual sea completo y creíble, los
políticos deben durante esa competición singular que son las elecciones,
insultarse y ridiculizarse mutuamente, mientras asumen al mismo tiempo la pose
de personas inteligentes, resumiendo en pocas palabras y con términos pomposos
la tracalada de problemas, en los que se sumergen día y noche sus electores. Igualmente deben inventarse soluciones exóticas para
problemas, que muchas veces ellos mismos se inventan. El truco tiene el
objetivo de convencer al elector de que el elegido se preocupa por los
problemas que lo asfixian en la vida de todos los días. Si su mensaje cala en
el elector, el político es elegido y de ese modo puede dedicarse a practicar en
los foros de la democracia su deporte favorito: parlamentar sobre lo humano y
lo divino, fingiendo que arregla
el país.
El ejemplo claro de lo que en política podría llamarse parlamentar por
parlamentar, sin detenerse a pensar en la vida de la gente del común, en el
destino de la nación o en el futuro de las nuevas generaciones lo acabamos de
presenciar en los Estados Unidos. Allí
el Tea Party le ha servido
varias tazas de té tóxico a un país entero, simplemente porque quiere arrodillar
a un gobierno comandado por el partido rival, al que le quiere imponer a troche y moche su agenda ideológica de menos
presencia del Estado en lo social y más presencia del Estado en lo militar.
El icono que podría simbolizar el acto político de parlamentar para
estorbar es el senador Ted Cruz.
Con el objeto de impedir que la ley Obama sobre la salud se pusiera en marcha,
Cruz habló 21 horas seguidas dentro del marco
de una estrategia, que buscaba paralizar al Estado para conducir al gobierno al
fracaso. Cruz es una de las primeras figuras hispanoamericanas que ha alcanzado
plena visibilidad en el congreso estadounidense. Lo asombroso es que se ha
vuelto visible por poner su poder al servicio del dogma ideológico y no de la
sociedad.
Ted Cruz, figura visible
del ala radical del partido republicano, mejor conocida como Tea Party. Imagen tomada de: fotoTedCruz&tbm
El ejemplo de Cruz me permite volver de nuevo al tema de esta crónica:
las elecciones municipales. Hay momentos en la vida de las sociedades
democráticas en los que el problema más grave de la sociedad no es el desempleo,
la mala calidad del sistema de salud, la inseguridad generalizada o el
estancamiento de la economía. Es la clase
gobernante, la elite política.
Este es el caso de Montreal y de varios de los municipios vecinos y
circunvecinos, como Laval, Mascouche
y Saint-Jérôme, donde el
principal problema que hoy tiene la sociedad se llama la clase política.
Estas apacibles ciudades, donde los periodistas, antes de 2009, penaban
a diario por encontrar un hecho digno de primera página, han sido sacudidas
desde el 2010 por una serie de escándalos políticos de talla mayor. La
indelicadeza de la clase política y del entorno empresarial que la acolita
corrompió el sistema municipal y se llevó por delante a varios acaldes. En su
ir y venir la puerta fue dejando al descubierto la manera como la mafia –pura y
dura, la de pistola y plomo– capturó por debajo de la mesa el mercado de la
contratación municipal, en el ramo de la construcción de obras públicas. La
captura de la contratación municipal por parte de la mafia sucedió, en
simultánea, con la toma de la dirección de un sindicato de obreros de la
construcción.
La avalancha sepultó al alcalde de Montreal, un hombre de aire
santurrón, que más que alcalde de ciudad cosmopolita parecía cardenal vaticano
de la época del papa Pablo VI. Para completar la maroma, por usar un giro
vallenato de Adolfo Pacheco, su sucesor, Michael
Applebaum, que llegó a sucederlo prometiendo hacer el aseo, fue detenido por la
policía seis meses más tarde. Dicen las malas lenguas que Applebaum fue a dar a
la gayola, por
haber implementado –de tiempo atrás- un sistema de permisos destinado a sus amigos
constructores de condominios –algunos de ellos empresarios honorables reputados
por tener lasos con el mundo del malevaje–, que les permitía levantar sus
edificios sin tanto pero ni paro.
Pero bueno, la intención mía en esta ocasión no es hacer el inventario
de los escándalos de corrupción protagonizados por la élite política de
Montreal y sus alrededores. Sobre eso ha corrido tanta tinta en los periódicos,
que ésta alcanzaría para llenar un lago.
, alcalde de Montreal
que debió renunciar debido a un escándalo de corrupción sin precedentes en la
historia de la ciudad. Imagen tomada de wikipedia
El interés mío en esta ocasión es recordarle a los 98 330
hispanoamericanos de Quebec: sin importar su edad, la importancia de tomar
partido en estas elecciones. De no hacerlo, alguien lo va hacer por ellos. En
el caso de Montreal, donde viven 80 175 hispanos, que vienen de los países
situados al sur del Rio Grande, implicarse en la cosa pública, a través del
voto, significa comenzar a afirmarnos como grupo social y a reclamar el derecho a vivir alrededor de la plaza.
Esto se podría hacer votando por personas como Soraya Martínez,
candidata a la alcaldía de la Comuna Villeray–St-Michel–Parc-Extension, por Sergio Borja, que aspira a ser
concejal local en el distrito del Canal o por José Humberto Salas Castro, que aspira a concejero local en el
distrito de Saint-Paul—Émard.
Aunque aspiran a conseguir curules a nombre de partidos diferentes, estos hijos
de la América Hispana bien merecen el apoyo de la comunidad hispánica, en los
distritos y comunas en las que se la juegan por la democracia.
En Sherbrooke, ciudad
en donde solo tres hijos de la emigración osaron presentarse a título
independiente, porque ningún partido les abrió las puertas, también hay dos
hispanos en lisa: Juan Ovidio Arango y Edwin Moreno.
Mbatika Matamba Henry, Edwin Moreno, Juan Ovidio Arango, Candidatos independientes en Sherbrooke. Foto tomada del portal de Cogeco Nouvelles en fm93
Un mensaje que circula insistentemente en las redes sociales pregona que
a los políticos, como a los pañales, hay que cambiarlos a menudo por la misma
razón. En el área de Montreal llegó el momento de cambiar a los políticos, pues
la actual clase política produce nauseas. Una manera de renovar la clase
política sería llevando más inmigrantes a los puestos de mando.
La clase política tradicional de Montreal está desprestigiada. Un mal
olor envuelve hoy al Hôtel de ville. Los viejos políticos expelen un insoportable
aroma a pañal usado, que nos genera repulsión. Pero esto no debe llevarnos a renunciar a nuestro derecho de hacer uso del voto. Es en momentos como
éste, en los que ejercer la ciudadanía se convierte en un acto soberano. En la
actual coyuntura, participar de la vida política votando a conciencia resulta
saludable para la sociedad y para los sujetos.
¿Por qué no aprovechar este momento de escándalos, rupturas y renovación
para posicionarnos como hispanos en la escena pública municipal y local? A
usted la palabra mí querido lector.
Prototipo
que simboliza la gente votando: Imagen tomada de galeriacometa.blogspot.
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