Mascara con plumas: Foto tomada en Smithsonian museum in
African art collection, 28/12/2011
Y allá en la triste habitación sombría,
de un cirio fúnebre a la llama incierta,
sentó a su lado la osamenta fría
y celebró sus bodas con la muerta.
de un cirio fúnebre a la llama incierta,
sentó a su lado la osamenta fría
y celebró sus bodas con la muerta.
Carlos
Borges
Fue bajo el ventarrón implacable de la última
tormenta de nieve del invierno pasado, que me acordé de esa historia tremebunda
que me contaba mi abuela, cuando era niño, con el fin de ayudarme a conciliar
el sueño. Ella que nunca me dijo mentiras, afirmaba que los hechos habían
sucedido hace más de ciento cincuenta años en uno de los pueblos de ese páramo
inhóspito y friolento, donde su familia reinó en señorío, depuse que la Real Audiencia le encomendó al tatarabuelo de su abuelo la
tarea de iluminar, con las luces de la fe católica, las almas impías de los
indios salvajes que habitaban a cinco leguas a la redonda de su casa señorial.
Mi padre; hombre de alma rustica, que nunca ha percibido los intríngulis literarios
que yacen detrás de esa narración, siempre me ha dicho que esa historia la
había inventado su madre, inspirándose en los versos sobrecogedores, compuestos
por un vate costeño, en honor a su amada muerta. Rememorando sus argumentos, mi
memoria evoca la voz tormentosa de Teodulo Gandul, declamando el primer verso
de esa oda macabra, en las celebraciones del día del idioma en el colegio:
Una noche de
misterio
estando el mundo dormido
buscando un amor perdido
pasé por el cementerio
estando el mundo dormido
buscando un amor perdido
pasé por el cementerio
Mi tío José María, que es fanático de las metáforas de los boleros
cantineros y borrachos; siempre pródigos en historias de amores enfermizos y
tristes, argumentaba que no eran los poemas necrófilos de nuestro bardo melancólico los que
habían estimulado la imaginación de la abuela. Según él, la vieja nunca fue
amante de la poesía y sus conocimientos lingüísticos tampoco le alcanzaban para
descifrar el mensaje lóbrego que se esconde detrás de las figuras
churriguerescas de esos versos. Sostenía mi tío que los antecedentes de dicho
relato había que buscarlos en los versos del bolero Bodas negras (youtube), del que mi abuelo se volvió devoto conspicuo, después que se lo
escuchó cantar a Julio Jaramillo, en la primera rocola de la cantina del pueblo.
En una ocasión, durante la semana cultural del colegio se me ocurrió
contar la historia delante de mis compañeros. La profesora Teofila Villadiego,
que enseñaba gramática y literatura española, me dijo, al final de mi
presentación, que esa historia le recordaba un pasaje del Altar de los Muertos,
un cuento inigualable del neoyorquino Henry James. El profesor Cándido Favrau,
que enseñaba francés en los grados superiores, la interrumpió diciéndole:
“profesora nada que ver entre esa historia y la de James. El parecido de ese
cuento es con el relato tenebroso de Guy de Maupassant, intitulado “La
Muerta ”. Mi primo Eduardo León, que ya tenía fama en la
familia de ser una oveja perdida por sus gustos musicales, por la manera como
llevaba siempre el pelo y por su estilo de vestir, después de escuchar la
discusión de los profesores y recordar los argumentos de papá y el tío José María,
decidió él también exponerme su descabellada hipótesis sobre el asunto. Para él
“la abuela había imaginado su historia después de haber visto Thriller (youtube), ese video-clip
espeluznante, que lanzó a la celebridad a Michael Jackson”.
Hoy no me importa si mi abuela se inspiró del poema tétrico de Gabriel Escorcia Gravini,
del bolero triste que
escuchaba el abuelo, de los clásicos de la literatura del siglo diecinueve o de
ese negro renegado, que protagonizó él solo la mitad de la historia de la
música pop norteamericana del final del siglo veinte. En síntesis no me interesa
si los hechos fueron reales o ficticios… Esta noche sólo me interesa
complacerlos y por eso he decidido contarles ese cuento tal cual como me lo
contaba mi abuela a la hora de dormir. Pues veo que están ustedes ansiosos de
escuchar historias sombrías.
****
En el pueblo todo el mundo lo conocía como el hombre que había perdido
la cabeza por causa de un amor imposible. Pero para entender la verdadera
dimensión de la tragedia vivida por ese infeliz enamorado es necesario
remontarse al origen de los hechos que dieron comienzo a esa novela dolorosa.
Su desgracia comenzó el primer día del año escolar. Ese día entre los
desconocidos que llegaron al colegio estaban él y ella. Los dos, por haberse
sentado en las filas del centro, que eran también las que marcaban la frontera
entre los sexos, se encontraban en bancas contiguas. Él, que sólo tenía diez
años, sintió en su pecho el impacto certero de la flecha de cupido. Aunque a
esa edad los hombres tenemos una noción muy vaga de lo que significa la
atracción por esa cara opuesta a nuestra existencia emocional: la feminidad, él
sintió por primera vez el hormigueo incomodo que se siente en el estómago
cuando se tiene al alcance de la mano la mujer que nos gusta.
Ustedes me dirán que hace ciento cincuenta años no era normal –ni
siquiera en las naciones más liberales de occidente- que niños y niñas
compartiera bancas en un mismo colegio. Yo les diré, que hay ocasiones en que
la teoría no encaja en la realidad y que las reglas tienen que dar paso a las
excepciones. En los pueblos parameros donde nací, hasta hace más o menos
cincuenta años, la única institución educativa existente era la escuelita de Doña
Rita. En la única aula de ese plantel, la promiscuidad escolar era
moneda corriente desde la época colonial. En ella niños y niñas compartían sus
quehaceres sin reparar en las normas legales y sociales que los obligaban a ir
a la escuela por separado. Él asunto se torna más complejo de explicar si
tenemos en cuenta que en las sociedades rurales de la época, pocas familias se
preocupaban de ofrecerles a sus hijas los rudimentos de la educación formal.
¡Ustedes lo saben más que yo!… hasta no hace muchos años predominaba esa
concepción que sostiene que una mujer no necesita de ir al colegio para
aprender a ser una ama de casa eficiente y una esposa y madre abnegada. Para
ello sólo basta que tenga una progenitora y una abuela ejemplares. ¿Se acuerdan
los hombres de lo que nos decían las mamás cuando comenzamos a frecuentar a las
muchachas?
- ¡Antes de decidirse por una mujer fíjense primero en la madre, porque
así como es la mamá son las hijas!
Para terminar con estas digresiones sobre la historia del mundo escolar
del páramo, les diré que hace no más pocos años que ha llegado hasta nuestra
comarca periférica el sistema público de educación. Antes de ese momento las
familias, que querían brindarle una educación de mayor calidad a sus hijos,
–sobre todo a los hijos varones-, los mandaban a los colegios de los curas y
monjas, que quedaban siempre en las ciudades más importantes del altiplano. De
allí, los que eran iluminados por la santidad, salían convertidos en clérigos y
prioras. Los otros: aquellos que a pesar del esfuerzo de sus mentores y dómines
continuaban manteniendo un espíritu lego, eran preparados para ocuparse de los
asuntos profanos de este mundo temporal. Como en ningún pueblo del páramo había
escuela de monjas y curas, los escolares de todos los sexos, edades y cursos
compartían aulas –las niñas en un costado y los niños en otro- en las
escuelitas de todas las Rita que decidían abrir su propio plantel. Allí fueron
muchos los que aprendieron los principios elementales de la gramática
castellana y las cuatro operaciones matemáticas.
Como sucedía siempre en el primer día de colegio, en los tiempos en que
no existían la escuela maternal ni las guarderías, la algarabía producida por
el llanto de los niños que llegaban por primera vez había enrarecido el
ambiente. Sus gemidos lastimeros traspasaban las paredes y se escuchaban en las
casas vecinas. Los que regresaban al colegio después de las vacaciones de fin
de año corrían excitados al encuentro de sus viejos camaradas. Sus cuchicheos,
gritos y carcajadas ahogaban las órdenes de una maestra diligente, que apelaba
a todas sus energías para tratar de organizarlos en filas indias separadas:
- Atención, los niños a la derecha, las niñas a la izquierda… ¡Rápido,
rápido, que vamos a rezar la oración para empezar las clases, se le escuchaba
vocear a todo pulmón.
A los dos, sus compañeros los recordaron siempre, porque fueron los
primeros que corrieron diligentes a ocupar sus puestos en las filas. Como
estaban entre los recién llegados no tenían cómplices que les ayudaran a evadir
la autoridad magisterial. Hay otras coincidencias que sus condiscípulos jamás
olvidaron: los dos entraron a segundo de primaria y los dos transpiraban una
timidez y un silencio contagiosos. Quizás la soledad que siente todo niño
cuando llega a un colegio extraño y la timidez ostensible de ella, fueron la
causa primaria de su amor a primera vista. Por su parte él también se sentía
solo y era tímido. Y como bien lo sentencia un viejo apotegma popular: “los
iguales se buscan para hacer causa común”.
Semanas antes, en el pueblo todo el mundo se había ocupado de comentar abundantemente
la llegada de sus respectivas familias. La familia de ella, propietaria de una
de las estancias paperas más grandes del páramo, había llegado para quedarse.
El patrón de la casa, cansado de vivir entre los matojos, la niebla y el
anonimato que depara la vida en los parajes apartados del páramo, había
comprado una casa en el borde de la plaza. El hombre había decidido mudarse con
la familia al pueblo para ofrecerle a sus hijas una educación acorde con los
nuevos tiempos y para relacionarlas con la gente decente. La familia de él
estaba encabezada por un comerciante de baratijas, que subía y bajaba la
cuesta, sin descanso, al mando de una recua de mulas menesterosas, cargadas de
corotos. Interesado en darle a los hijos una educación aceptable, el hombre
arrendó una casa a la orilla del camino real y allí su mujer instaló un taller
de modistería, en el que se cosían vestidos para damas y señoritas.
Lo que sobrevino después de ese primer día de clases es de conocimiento
público en el pueblo. Él intentó de seducirla por todos los medios y ella,
según la dirección en que se moviesen los prejuicios de su familia, rechazaba o
aceptaba sus cortejos. Según la opinión de los observadores más avisados, esos
amoríos no tenían futuro, porque el padre de ella no los veía con buenos ojos.
Desde que se enteró de esos devaneos puso todo su empeño en impedirlos. Por eso
cuando ella cumplió diecisiete años la mandó a temperar sus caprichos a la
hacienda ganadera de uno de sus tíos, que quedaba en las riveras del gran rió Yuma, con el propósito de
alejarla definitivamente de ese amor inconveniente. Pero ese no era el sólo
propósito del viaje. Cuando ella había cumplido catorce años sus padres habían
convenido con sus tíos de casarla con uno de sus primos. Así que su estancia en
tierra caliente se debía más que todo a la necesidad de ir preparando el
casorio. Pero Dios, que es el que controla el destino de los seres humanos,
había decidido otra cosa. Una noche, acosada por los requerimientos de la
vesícula urinaria, ella se levantó con la intención de buscar una bacinilla
para “hacer aguas menores”. Una serpiente venenosa, que la aguardaba en
silencio en una de sus pantuflas, la mordió en un pie. Su muerte se produjo en
cuestión de horas.
Cuando él supo la mala nueva se echó a la pena. Dejó de comer, descuidó
su apariencia y se fue aislando paulatinamente de los vivos, hasta perder todo
tipo de contacto con el mundo. El pueblo, que ya veía en él antes de los
acontecimientos un ser extraño, lo declaró loco a raíz del comportamiento
extravagante, que asumió luego de la muerte de la amada. Como si nada hubiese
pasado él continuó en su rutina, escribiéndole poemas y componiéndole canciones
de amor, que le cantaba acompañadas de su tiple. Pero eso no era raro para
nadie, porque él siempre se las había escrito y cantado, desde el primer
momento, sin preocuparse por el que dirán. Lo raro fue que sus poemas y
canciones ya no eran declamados ni cantados en las esquinas de la plaza ni en
los callejones del pueblo, sino en el cementerio, delante de la tumba de la
muerta. Su voz le cantaba y declamaba con la misma pasión (algunos dicen que lo
hacía quizás con mayor intensidad) con la que le había cantado y declamado
cuando ella estaba en este mundo. El día del entierro, después de que todos
partieron a casa, él siguió allí delante de la bóveda recién cerrada, viendo
secar el cemento. Después de ese día, así lo aseguraba la mayoría de los
pobladores, tomó el cementerio como domicilio. Al pueblo solo venía en búsqueda
de lo necesario. Sin tardarse demasiado regresaba presuroso y con mayores bríos
a proseguir en su empresa descabellada: conquistar el corazón de la difunta. El
enterrador refería que delante de la tumba siempre había un bouquet de flores
frescas y centenas de apasionadas cartas de amor.
Después de varios meses de llevar ese duelo absurdo, su piel se había
vuelto lívida y su aspecto lúgubre. Al verlo errar sin rumbo y sin propósitos,
la gente se preguntaba si era un muerto que regresaba con dificultad al mundo
de los vivos, o si era un vivo que se esforzaba por entrar antes de tiempo al
mundo de los muertos. Aguijoneados por el lado agorero que alberga el espíritu
humano, muchos de los habitantes del pueblo comenzaron a sentir temor frente a
esa figura espectral y desvalida que se paseaba entre ellos. La fobia llevó a
los creyentes acérrimos a proponer la expulsión de esa alma impía del pueblo. O
su inmolación en caso de que se resistiera a abandonarlo. Los más exacerbados
comenzaron a ver en la persona de ese desgraciado la encarnación de uno de los
jinetes del Apocalipsis. Los habitantes de otros pueblos del páramo comenzaron
a considerar al pueblo como un lugar maldito. Afirmaban que la tierra, el aire
y el agua de ese paraje volvía loca a la gente. Según sus conjeturas, el último
cacique chibcha, en el momento en que era abatido por los soldados de Jiménez
de Quesada, había proferido maldiciones contra los invasores. De acuerdo a lo que
referían los más memoriosos, el indio cuando estaba muriendo dijo:
- Por cada doscientos años de prosperidad conocerán quinientos de
sufrimiento y tragedia.
Temerosa de cargar a cuesta con la mala suerte de ese caserío
desventurado, la gente dejó de transitar por el camino real que lo atravesaba.
En los corrillos se comentaba que el sólo nombre del pueblo despertaba zozobra
entre los pobladores de otros lugares. Se decía que, preocupados por esa
realidad inesperada, el gobernador y el obispo estaban preparando un ejército
de templarios para acordonar los caminos que conducían a ese pueblo. La medida
pretendía impedir la generalización de la desgracia en toda la comarca.
Agobiada por esas preocupaciones se encontraba la gente cuando llegó la
navidad. Con el propósito de expulsar al maligno de su parroquia, el cura del
pueblo, con el apoyo de sus superiores, comenzó a preparar unos ritos
especiales para la noche de Noche Buena. El meollo de las ceremonias se mantuvo en
secreto con el fin de evitar su conocimiento por las fuerzas del mal. Ese día
la oscuridad comenzó a caer más temprano que nunca. A prima noche, el espantajo
–como era llamada, de manera peyorativa, después de un cierto tiempo, por la
mayoría de sus prójimos esa pobre alma atribulada - entró al pueblo arrastrando
con dificultad su existencia de zombi.
Minutos antes de que comenzara la celebración de los actos litúrgicos
organizados para festejar el natalicio de nuestro señor Jesús, todo aquel que
estaba en el pueblo ese día lo vio atravesar la plaza, doblar en la esquina a
la derecha y tornar a la izquierda sobre el camino real en dirección del campo
santo. Aunque su figura se parecía a la de un ser humano, ese hombre no se
parecía ya a los hombres. Apabullados por el temor los feligreses corrieron a
esconderse en el templo. En pocos minutos las calles quedaron solas y la vida
parecía haberse escabullido despavorida del pueblo. Un viento helado bajaba de
las cuchillas de los cerros cercanos. Sus picos se fueron cubriendo de una
niebla espesa, que iba ocultando lentamente la faz de la luna. Acongojados por
el terror los perros comenzaron a aullar. Entre los matorrales del páramo, los
avechuchos de mal agüero emitían su canto sórdido al amparo de las tinieblas.
Minuto a minuto la noche se tornaba más oscura. El frió, que al caer la tarde
era ya insoportable, castigaba sin contemplación la humanidad de los cristianos
que habían osado asistir a misa. Él mismo, que estaba ya acostumbrado a
la atmósfera abominable que reinaba en el cementerio en las noches glaciales
del páramo, notó algo tenebroso cuando atravesó la puerta de la necrópolis.
Pero a pesar de ello no desistió en su empeño de celebrar la navidad por
primera vez en compañía de su amada.
Cuando él se aprestaba a dar comienzo a su celebración solitaria, un
pelotón de muertos, encabezado por su dama,
irrumpió de entre los arbustos de los alrededores del cementerio, prorrumpiendo
contra él insultos en lenguas muertas. Asustado, intentó escaparse por el
camino que conducía a la casa del enterrador. Pero otro piquete de esqueletos
le cerró el paso. Sin perder tiempo les dio la espalda, atravesó el cementerio
y emprendió la fuga en dirección del pueblo. Detrás, pisándole los talones, iba
esa tropa siniestra, blandiendo los vestigios que quedaron de su tiple y los
tizones de su fogata convertidos en garrotes. Al pasar frente a la iglesia no
lo pensó dos veces y se entró a ella. Al verlo entrar, los feligreses sacaron
coraje de donde no lo tenían. Capitaneados por los gritos de combate que les
lanzaba desde el pulpito el cura, se le abalanzaron encima. Qué ironía: los
vivos, de los que formaba parte, no lo querían ya en su reino y los muertos, a
los que buscaba integrarse, acababan de expulsarlo del suyo. Como impulsado por
un resorte dio una vuelta sobre si mismo y salió de la iglesia con la velocidad
de una saeta. Los esqueletos, que iban llegando al atrio, cuando lo vieron
salir se le iban a arrojar encima. Pero en ese instante percibieron la
presencia de los vivos. Al verlos, voltearon grupa de manera atolondrada y
emprendieron la huida en dirección del cementerio. Los vivos, al percibir la
presencia de los muertos, frenaron en seco y voltearon grupa en dirección del
altar.
Después de esa noche nadie volvió a saber nada de él en ese caserío
montañero. Pero algunas teorías se tejieron sobre su destino. Las beatas decían
que el cura decía que cuando los muertos se dieron cuenta de que sólo él los perseguía,
se regresaron lo capturaron, lo volvieron trisas y deportaron su espíritu
al purgatorio. El sacristán, que fue el último en entrar al templo, afirmaba
que en el despelote que se formó cuando vivos y muertos se vieron las caras, él
aprovechó y dobló por el primer callejón que encontró. De acuerdo con su
testimonio, eso de nada le sirvió, porque allí, a la vuelta de la esquina, lo
estaba esperando el diablo en persona, que cargó con él, en cuerpo y alma,
alejándose a toda prisa en dirección del infierno. Trino Macana, que no vino
esa noche a misa y cuya casa quedaba frente a los barrancos del Cañón de las
Animas, afirmaba que él mismo lo vio lanzarse al vació esa madrugada desde lo más alto del precipicio. Lo asombroso es que
nadie encontró jamás su cadáver. Fabio Trigal,
que vivía en un pueblo vecino, juraba –la mano sobre la
Biblia- que ese hombre, agobiado por el desespero, se
cortó la garganta con un cuchillo a la orilla del camino real. Según su
versión, el cuerpo de ese desdichado fue devorado por las aves de carroña,
porque la diócesis amenazó con excomulgar a aquellos que lo recogieran y le
dieran sepultura. Cleotilde Cavanço, que tenía fama de bruja, aventuraba unas
conjeturas igual de inverosímiles, pero más simpáticas. Rechazado por los vivos
y perseguido por los muertos el enamorado de Diana, recibió el don de la vida
eterna y desde ese día va de carnaval en carnaval, escondido detrás del disfraz
de la parca, mofándose –al tiempo y por igual- de aquellos que osaron
expulsarlo de sus respectivos recintos.
Enoïn Humanez Blanquicett, Sherbrooke,
Québec, otoño de 2005.
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