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miércoles, 15 de febrero de 2012

El enamorado de Diana la Muerta




Mascara con plumas: Foto tomada en Smithsonian museum in African art collection, 28/12/2011


Y allá en la triste habitación sombría,
de un cirio fúnebre a la llama incierta,
sentó a su lado la osamenta fría
y celebró sus bodas con la muerta.


Carlos Borges


Fue bajo el ventarrón implacable de la última tormenta de nieve del invierno pasado, que me acordé de esa historia tremebunda que me contaba mi abuela, cuando era niño, con el fin de ayudarme a conciliar el sueño. Ella que nunca me dijo mentiras, afirmaba que los hechos habían sucedido hace más de ciento cincuenta años en uno de los pueblos de ese páramo inhóspito y friolento, donde su familia reinó en señorío, depuse que la Real Audiencia le encomendó al tatarabuelo de su abuelo la tarea de iluminar, con las luces de la fe católica, las almas impías de los indios salvajes que habitaban a cinco leguas a la redonda de su casa señorial. Mi padre; hombre de alma rustica, que nunca ha percibido los intríngulis literarios que yacen detrás de esa narración, siempre me ha dicho que esa historia la había inventado su madre, inspirándose en los versos sobrecogedores, compuestos por un vate costeño, en honor a su amada muerta. Rememorando sus argumentos, mi memoria evoca la voz tormentosa de Teodulo Gandul, declamando el primer verso de esa oda macabra, en las celebraciones del día del idioma en el colegio:



Una noche de misterio
estando el mundo dormido
buscando un amor perdido
pasé por el cementerio 



Mi tío José María, que es fanático de las metáforas de los boleros cantineros y borrachos; siempre pródigos en historias de amores enfermizos y tristes, argumentaba que no eran los poemas necrófilos de nuestro bardo melancólico los que habían estimulado la imaginación de la abuela. Según él, la vieja nunca fue amante de la poesía y sus conocimientos lingüísticos tampoco le alcanzaban para descifrar el mensaje lóbrego que se esconde detrás de las figuras churriguerescas de esos versos. Sostenía mi tío que los antecedentes de dicho relato había que buscarlos en los versos del bolero Bodas negras (youtube), del que mi abuelo se volvió devoto conspicuo, después que se lo escuchó cantar a Julio Jaramillo, en la primera rocola de la cantina del pueblo.



En una ocasión, durante la semana cultural del colegio se me ocurrió contar la historia delante de mis compañeros. La profesora Teofila Villadiego, que enseñaba gramática y literatura española, me dijo, al final de mi presentación, que esa historia le recordaba un pasaje del Altar de los Muertos, un cuento inigualable del neoyorquino Henry James. El profesor Cándido Favrau, que enseñaba francés en los grados superiores, la interrumpió diciéndole: “profesora nada que ver entre esa historia y la de James. El parecido de ese cuento es con el relato tenebroso de Guy de Maupassant, intitulado “La Muerta”. Mi primo Eduardo León, que ya tenía fama en la familia de ser una oveja perdida por sus gustos musicales, por la manera como llevaba siempre el pelo y por su estilo de vestir, después de escuchar la discusión de los profesores y recordar los argumentos de papá y el tío José María, decidió él también exponerme su descabellada hipótesis sobre el asunto. Para él “la abuela había imaginado su historia después de haber visto Thriller (youtube), ese video-clip espeluznante, que lanzó a la celebridad a Michael Jackson”.   



Hoy no me importa si mi abuela se inspiró del poema tétrico de Gabriel Escorcia Gravini, del bolero triste que escuchaba el abuelo, de los clásicos de la literatura del siglo diecinueve o de ese negro renegado, que protagonizó él solo la mitad de la historia de la música pop norteamericana del final del siglo veinte. En síntesis no me interesa si los hechos fueron reales o ficticios… Esta noche sólo me interesa complacerlos y por eso he decidido contarles ese cuento tal cual como me lo contaba mi abuela a la hora de dormir. Pues veo que están ustedes ansiosos de escuchar historias sombrías.



****



En el pueblo todo el mundo lo conocía como el hombre que había perdido la cabeza por causa de un amor imposible. Pero para entender la verdadera dimensión de la tragedia vivida por ese infeliz  enamorado es necesario remontarse al origen de los hechos que dieron comienzo a esa novela dolorosa. Su desgracia comenzó el primer día del año escolar. Ese día entre los desconocidos que llegaron al colegio estaban él y ella. Los dos, por haberse sentado en las filas del centro, que eran también las que marcaban la frontera entre los sexos, se encontraban en bancas contiguas. Él, que sólo tenía diez años, sintió en su pecho el impacto certero de la flecha de cupido. Aunque a esa edad los hombres tenemos una noción muy vaga de lo que significa la atracción por esa cara opuesta a nuestra existencia emocional: la feminidad, él sintió por primera vez el hormigueo incomodo que se siente en el estómago cuando se tiene al alcance de la mano la mujer que nos gusta.



Ustedes me dirán que hace ciento cincuenta años no era normal –ni siquiera en las naciones más liberales de occidente- que niños y niñas compartiera bancas en un mismo colegio. Yo les diré, que hay ocasiones en que la teoría no encaja en la realidad y que las reglas tienen que dar paso a las excepciones. En los pueblos parameros donde nací, hasta hace más o menos cincuenta años, la única institución educativa existente era la escuelita de Doña Rita. En la única aula de ese plantel, la promiscuidad escolar era moneda corriente desde la época colonial. En ella niños y niñas compartían sus quehaceres sin reparar en las normas legales y sociales que los obligaban a ir a la escuela por separado. Él asunto se torna más complejo de explicar si tenemos en cuenta que en las sociedades rurales de la época, pocas familias se preocupaban de ofrecerles a sus hijas los rudimentos de la educación formal. ¡Ustedes lo saben más que yo!… hasta no hace muchos años predominaba esa concepción que sostiene que una mujer no necesita de ir al colegio para aprender a ser una ama de casa eficiente y una esposa y madre abnegada. Para ello sólo basta que tenga una progenitora y una abuela ejemplares. ¿Se acuerdan los hombres de lo que nos decían las mamás cuando comenzamos a frecuentar a las muchachas?
-      ¡Antes de decidirse por una mujer fíjense primero en la madre, porque así como es la mamá son las hijas! 


Para terminar con estas digresiones sobre la historia del mundo escolar del páramo, les diré que hace no más pocos años que ha llegado hasta nuestra comarca periférica el sistema público de educación. Antes de ese momento las familias, que querían brindarle una educación de mayor calidad a sus hijos, –sobre todo a los hijos varones-, los mandaban a los colegios de los curas y monjas, que quedaban siempre en las ciudades más importantes del altiplano. De allí, los que eran iluminados por la santidad, salían convertidos en clérigos y prioras. Los otros: aquellos que a pesar del esfuerzo de sus mentores y dómines continuaban manteniendo un espíritu lego, eran preparados para ocuparse de los asuntos profanos de este mundo temporal. Como en ningún pueblo del páramo había escuela de monjas y curas, los escolares de todos los sexos, edades y cursos compartían aulas –las niñas en un costado y los niños en otro- en las escuelitas de todas las Rita que decidían abrir su propio plantel. Allí fueron muchos los que aprendieron los principios elementales de la gramática castellana y las cuatro operaciones matemáticas.



Como sucedía siempre en el primer día de colegio, en los tiempos en que no existían la escuela maternal ni las guarderías, la algarabía producida por el llanto de los niños que llegaban por primera vez había enrarecido el ambiente. Sus gemidos lastimeros traspasaban las paredes y se escuchaban en las casas vecinas. Los que regresaban al colegio después de las vacaciones de fin de año corrían excitados al encuentro de sus viejos camaradas. Sus cuchicheos, gritos y carcajadas ahogaban las órdenes de una maestra diligente, que apelaba a todas sus energías para tratar de organizarlos en filas indias separadas:
-      Atención, los niños a la derecha, las niñas a la izquierda… ¡Rápido, rápido, que vamos a rezar la oración para empezar las clases, se le escuchaba vocear a todo pulmón.



A los dos, sus compañeros los recordaron siempre, porque fueron los primeros que corrieron diligentes a ocupar sus puestos en las filas. Como estaban entre los recién llegados no tenían cómplices que les ayudaran a evadir la autoridad magisterial. Hay otras coincidencias que sus condiscípulos jamás olvidaron: los dos entraron a segundo de primaria y los dos transpiraban una timidez y un silencio contagiosos. Quizás la soledad que siente todo niño cuando llega a un colegio extraño y la timidez ostensible de ella, fueron la causa primaria de su amor a primera vista. Por su parte él también se sentía solo y era tímido. Y como bien lo sentencia un viejo apotegma popular: “los iguales se buscan para hacer causa común”.



Semanas antes, en el pueblo todo el mundo se había ocupado de comentar abundantemente la llegada de sus respectivas familias. La familia de ella, propietaria de una de las estancias paperas más grandes del páramo, había llegado para quedarse. El patrón de la casa, cansado de vivir entre los matojos, la niebla y el anonimato que depara la vida en los parajes apartados del páramo, había comprado una casa en el borde de la plaza. El hombre había decidido mudarse con la familia al pueblo para ofrecerle a sus hijas una educación acorde con los nuevos tiempos y para relacionarlas con la gente decente. La familia de él estaba encabezada por un comerciante de baratijas, que subía y bajaba la cuesta, sin descanso, al mando de una recua de mulas menesterosas, cargadas de corotos. Interesado en darle a los hijos una educación aceptable, el hombre arrendó una casa a la orilla del camino real y allí su mujer instaló un taller de modistería, en el que se cosían vestidos para damas y señoritas.



Lo que sobrevino después de ese primer día de clases es de conocimiento público en el pueblo. Él intentó de seducirla por todos los medios y ella, según la dirección en que se moviesen los prejuicios de su familia, rechazaba o aceptaba sus cortejos. Según la opinión de los observadores más avisados, esos amoríos no tenían futuro, porque el padre de ella no los veía con buenos ojos. Desde que se enteró de esos devaneos puso todo su empeño en impedirlos. Por eso cuando ella cumplió diecisiete años la mandó a temperar sus caprichos a la hacienda ganadera de uno de sus tíos, que quedaba en las riveras del gran rió Yuma, con el propósito de alejarla definitivamente de ese amor inconveniente. Pero ese no era el sólo propósito del viaje. Cuando ella había cumplido catorce años sus padres habían convenido con sus tíos de casarla con uno de sus primos. Así que su estancia en tierra caliente se debía más que todo a la necesidad de ir preparando el casorio. Pero Dios, que es el que controla el destino de los seres humanos, había decidido otra cosa. Una noche, acosada por los requerimientos de la vesícula urinaria, ella se levantó con la intención de buscar una bacinilla para “hacer aguas menores”. Una serpiente venenosa, que la aguardaba en silencio en una de sus pantuflas, la mordió en un pie. Su muerte se produjo en cuestión de horas.



Cuando él supo la mala nueva se echó a la pena. Dejó de comer, descuidó su apariencia y se fue aislando paulatinamente de los vivos, hasta perder todo tipo de contacto con el mundo. El pueblo, que ya veía en él antes de los acontecimientos un ser extraño, lo declaró loco a raíz  del comportamiento extravagante, que asumió luego de la muerte de la amada. Como si nada hubiese pasado él continuó en su rutina, escribiéndole poemas y componiéndole canciones de amor, que le cantaba acompañadas de su tiple. Pero eso no era raro para nadie, porque él siempre se las había escrito y cantado, desde el primer momento, sin preocuparse por el que dirán. Lo raro fue que sus poemas y canciones ya no eran declamados ni cantados en las esquinas de la plaza ni en los callejones del pueblo, sino en el cementerio, delante de la tumba de la muerta. Su voz le cantaba y declamaba con la misma pasión (algunos dicen que lo hacía quizás con mayor intensidad) con la que le había cantado y declamado cuando ella estaba en este mundo. El día del entierro, después de que todos partieron a casa, él siguió allí delante de la bóveda recién cerrada, viendo secar el cemento. Después de ese día, así lo aseguraba la mayoría de los pobladores, tomó el cementerio como domicilio. Al pueblo solo venía en búsqueda de lo necesario. Sin tardarse demasiado regresaba presuroso y con mayores bríos a proseguir en su empresa descabellada: conquistar el corazón de la difunta. El enterrador refería que delante de la tumba siempre había un bouquet de flores frescas y centenas de apasionadas cartas de amor.  



Después de varios meses de llevar ese duelo absurdo, su piel se había vuelto lívida y su aspecto lúgubre. Al verlo errar sin rumbo y sin propósitos, la gente se preguntaba si era un muerto que regresaba con dificultad al mundo de los vivos, o si era un vivo que se esforzaba por entrar antes de tiempo al mundo de los muertos. Aguijoneados por el lado agorero que alberga el espíritu humano, muchos de los habitantes del pueblo comenzaron a sentir temor frente a esa figura espectral y desvalida que se paseaba entre ellos. La fobia llevó a los creyentes acérrimos a proponer la expulsión de esa alma impía del pueblo. O su inmolación en caso de que se resistiera a abandonarlo. Los más exacerbados comenzaron a ver en la persona de ese desgraciado la encarnación de uno de los jinetes del Apocalipsis. Los habitantes de otros pueblos del páramo comenzaron a considerar al pueblo como un lugar maldito. Afirmaban que la tierra, el aire y el agua de ese paraje volvía loca a la gente. Según sus conjeturas, el último cacique chibcha, en el momento en que era abatido por los soldados de Jiménez de Quesada, había proferido maldiciones contra los invasores. De acuerdo a lo que referían los más memoriosos, el indio cuando estaba muriendo dijo:
-      Por cada doscientos años de prosperidad conocerán quinientos de sufrimiento y tragedia.


Temerosa de cargar a cuesta con la mala suerte de ese caserío desventurado, la gente dejó de transitar por el camino real que lo atravesaba. En los corrillos se comentaba que el sólo nombre del pueblo despertaba zozobra entre los pobladores de otros lugares. Se decía que, preocupados por esa realidad inesperada, el gobernador y el obispo estaban preparando un ejército de templarios para acordonar los caminos que conducían a ese pueblo. La medida pretendía impedir la generalización de la desgracia en toda la comarca.



Agobiada por esas preocupaciones se encontraba la gente cuando llegó la navidad. Con el propósito de expulsar al maligno de su parroquia, el cura del pueblo, con el apoyo de sus superiores, comenzó a preparar unos ritos especiales para la noche de Noche Buena. El meollo de las ceremonias se mantuvo en secreto con el fin de evitar su conocimiento por las fuerzas del mal. Ese día la oscuridad comenzó a caer más temprano que nunca. A prima noche, el espantajo –como era llamada, de manera peyorativa, después de un cierto tiempo, por la mayoría de sus prójimos esa pobre alma atribulada - entró al pueblo arrastrando con dificultad su existencia de zombi.



Minutos antes de que comenzara la celebración de los actos litúrgicos organizados para festejar el natalicio de nuestro señor Jesús, todo aquel que estaba en el pueblo ese día lo vio atravesar la plaza, doblar en la esquina a la derecha y tornar a la izquierda sobre el camino real en dirección del campo santo. Aunque su figura se parecía a la de un ser humano, ese hombre no se parecía ya a los hombres. Apabullados por el temor los feligreses corrieron a esconderse en el templo. En pocos minutos las calles quedaron solas y la vida parecía haberse escabullido despavorida del pueblo. Un viento helado bajaba de las cuchillas de los cerros cercanos. Sus picos se fueron cubriendo de una niebla espesa, que iba ocultando lentamente la faz de la luna. Acongojados por el terror los perros comenzaron a aullar. Entre los matorrales del páramo, los avechuchos de mal agüero emitían su canto sórdido al amparo de las tinieblas. Minuto a minuto la noche se tornaba más oscura. El frió, que al caer la tarde era ya insoportable, castigaba sin contemplación la humanidad de los cristianos que habían osado asistir a misa.  Él mismo, que estaba ya acostumbrado a la atmósfera abominable que reinaba en el cementerio en las noches glaciales del páramo, notó algo tenebroso cuando atravesó la puerta de la necrópolis. Pero a pesar de ello no desistió en su empeño de celebrar la navidad por primera vez en compañía de su amada.



Cuando él se aprestaba a dar comienzo a su celebración solitaria, un pelotón de muertos, encabezado por su dama, irrumpió de entre los arbustos de los alrededores del cementerio, prorrumpiendo contra él insultos en lenguas muertas. Asustado, intentó escaparse por el camino que conducía a la casa del enterrador. Pero otro piquete de esqueletos le cerró el paso. Sin perder tiempo les dio la espalda, atravesó el cementerio y emprendió la fuga en dirección del pueblo. Detrás, pisándole los talones, iba esa tropa siniestra, blandiendo los vestigios que quedaron de su tiple y los tizones de su fogata convertidos en garrotes. Al pasar frente a la iglesia no lo pensó dos veces y se entró a ella. Al verlo entrar, los feligreses sacaron coraje de donde no lo tenían. Capitaneados por los gritos de combate que les lanzaba desde el pulpito el cura, se le abalanzaron encima. Qué ironía: los vivos, de los que formaba parte, no lo querían ya en su reino y los muertos, a los que buscaba integrarse, acababan de expulsarlo del suyo. Como impulsado por un resorte dio una vuelta sobre si mismo y salió de la iglesia con la velocidad de una saeta. Los esqueletos, que iban llegando al atrio, cuando lo vieron salir se le iban a arrojar encima. Pero en ese instante percibieron la presencia de los vivos. Al verlos, voltearon grupa de manera atolondrada y emprendieron la huida en dirección del cementerio. Los vivos, al percibir la presencia de los muertos, frenaron en seco y voltearon grupa en dirección del altar.



Después de esa noche nadie volvió a saber nada de él en ese caserío montañero. Pero algunas teorías se tejieron sobre su destino. Las beatas decían que el cura decía que cuando los muertos se dieron cuenta de que sólo él los perseguía, se regresaron lo capturaron, lo volvieron trisas y  deportaron su espíritu al purgatorio. El sacristán, que fue el último en entrar al templo, afirmaba que en el despelote que se formó cuando vivos y muertos se vieron las caras, él aprovechó y dobló por el primer callejón que encontró. De acuerdo con su testimonio, eso de nada le sirvió, porque allí, a la vuelta de la esquina, lo estaba esperando el diablo en persona, que cargó con él, en cuerpo y alma, alejándose a toda prisa en dirección del infierno. Trino Macana, que no vino esa noche a misa y cuya casa quedaba frente a los barrancos del Cañón de las Animas, afirmaba que él mismo lo vio lanzarse al vació esa madrugada desde lo más alto del precipicio. Lo asombroso es que nadie encontró jamás su cadáver. Fabio Trigal, que vivía en un pueblo vecino, juraba –la  mano sobre la Biblia- que ese hombre, agobiado por el desespero, se cortó la garganta con un cuchillo a la orilla del camino real. Según su versión, el cuerpo de ese desdichado fue devorado por las aves de carroña, porque la diócesis amenazó con excomulgar a aquellos que lo recogieran y le dieran sepultura. Cleotilde Cavanço, que tenía fama de bruja, aventuraba unas conjeturas igual de inverosímiles, pero más simpáticas. Rechazado por los vivos y perseguido por los muertos el enamorado de Diana, recibió el don de la vida eterna y desde ese día va de carnaval en carnaval, escondido detrás del disfraz de la parca, mofándose –al tiempo y por igual- de aquellos que osaron expulsarlo de sus respectivos recintos.


Enoïn Humanez Blanquicett, Sherbrooke, Québec, otoño de 2005.
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