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martes, 22 de mayo de 2012

Testimonios



Foto de la vitrina de La casa de los espantos, Niagara Falls, Ontario, Canadá 

Esa mañana dominical estaba mirando, solo por pasar el tiempo, los titulares de las noticias que traía el periódico de mayor circulación nacional. Mientras desayunaba y ojeaba el matutino, meditaba en el discurso que daría esa tarde a los fieles de mi congregación. Aunque faltaban ocho horas para mi presentación, como ninguna idea me pasaba por la mente, había comenzado a preocuparme. De un momento a otro una voz comenzó a interferir la circulación normal de las ideas en mi mente:
-  ¿De que vas a hablar esta tarde en tu predica?, machacaba a cada momento con su tonito zumbón.

Para desactivar el círculo vicioso que me imponía ese pensamiento parásito, que se apoderó de mí y no me dejaba reflexionar tranquilo, traté de conectarme con mi espíritu. Desde allí otra voz me aconsejaba con dulzura:
-  No te preocupes, que ya Dios te mandara un tema interesante para tu homilía.

Buscando hacerle el quite a los pensamientos obsesivo-compulsivos seguí saltando por los titulares del periódico, sin prestarle atención a ninguno. Navegaba por las páginas del diario –con la dificultad de una barca en los meandros de una ciénaga- cuando de repente vi, en un pequeño recuadro, en letras de molde, el titular de una noticia que atrajo mi atención:
-  ‘‘Próximo primero de mayo será beatificado el Papa Juan Pablo II, anunció  el Vaticano’’.

En mi mente se pusieron a dar vuelta todos los prejuicios dogmáticos que nos hemos ido construyendo los protestantes sobre la Iglesia católica: “gran ramera”, “secta adoradora de ídolos falsos”, “camino equivocado para seguir a Cristo”, “compendio de doctrinas idolatras”, etc. Me iba perdiendo en ese barullo de incoherencias teológicas, cuando de pronto me acordé de una de las reflexiones más lúcidas del futuro beato: “Ni el cielo ni el infierno existen como lugares físicos. Sólo existen como lugares espirituales. El cielo descrito con tantas imágenes en las Escrituras no es una abstracción entre las nubes, sino una relación viva y personal con Dios. El infierno existe y es una verdad de la fe. Pero no es un lugar físico, sino un estado del alma; un modo de ser de la persona, en la que ésta sufre la pena de la privación de Dios”.

Tenía la intención de ponerme a reflexionar sobre esa elucubración del, en adelante, Beato Juan Pablo II, cuando en la radio una vos bien entrenada comenzó a contar un cuento japonés, que terminó de descuadernar mi estado de ánimo. El narrador comenzó diciendo que una vieja leyenda budista afirma que “el hombre puede ser Dios si se lo propone y demonio si lo dispone”.

A reglón seguido el cuentero comenzó a relatar que en un pueblo perdido, en las montañas de una de las islas del Japón, habían dos hombres: uno reputado por ser un individuo absolutamente perverso y despiadado, que hasta la mención de su nombre infundía temor en la gente,  y otro afamado por ser un ser sabio y sensato, que sentía piedad y prodigaba respeto hasta por las creaturas más insignificantes de este mundo. Un día en una calle del pequeño poblado se cruzaron esos dos hombres, que representaban en realidad dos mundos completamente opuestos. Para amargarle la vida al hombre sabio y piadoso, que lo había ignorado, el hombre perverso y despiadado trató de detenerlo, lanzándole, de manera brusca e incivil, una pregunta, que a su juicio era difícil de contestar, incluso por el más sabio de los seres humanos.
-  Oye tú, que tienes fama de saberlo todo en este mundo, si es verdad que todo lo sabes contéstame inmediatamente esta pregunta: ¿Existe Dios y si es verdad que éste existe, que hago yo para hablar personalmente con él?

El hombre piadoso y sabio, sin mirarlo y sin detener su marcha le contestó:
- Hombre necio y desadaptado, no tengo tiempo para perder contigo dándole respuesta a preguntas estúpidas.

El hombre perverso y despiadado montó en cólera y, sin pensarlo dos veces, alargó su brazo y tiró al asceta del kimono por la parte trasera.
-  ¡Ven acá, viejo!, le dijo en tono despectivo, parece que tú no te has dado cuenta de con quien estás tratando. ¡O tú me pides disculpas inmediatamente por la ofensa que me has hecho o yo te rebano el cuello con mi cuchillo!

El monje se dio la vuelta lentamente y mirándolo fijamente a los ojos le dijo, sin ningún asomo de temor:
-  ¡En realidad yo no tengo nada porque disculparme! Si me quieres matar mátame. Mi posición frente a la muerte hace rato yo ya la tengo resuelta. ¡Morimos el día que nacemos querido amigo! Contrario a mí; eso te lo aseguro, tú le tienes pavor a la muerte. Si tú me matas hoy yo descansaré. Tú, en contra partida, quedaras vagando en este mundo, enfrentado a los ataques de tu conciencia, que no cesará de recordarte que eres un demonio, cuyo lugar está en el infierno, porque mataste a un hombre indefenso.

Sorprendido por la retahíla que el otro venía de soltarle a quema ropa, el hombre perverso y despiadado adoptó una postura inédita en su vida. Con el semblante descompuesto comenzó a espetar en tono vacilante:
-  Hombre perdóname si te he ofendido. Yo en realidad no quería contrariarte. Sólo quería saber si Dios existe y si hay algún camino que me permita acercarme a él de manera directa.

-  Pues déjame decirte dos cosas, replicó el ermitaño: Cuando tú te empeñas en hacer el mal y en destruir la vida de los otros, tú eres un completo demonio que haces de tu vida un infierno. Al contrario, cuando pides disculpas por tus ofensas y te esmeras en respetar a tu prójimo, tú comienzas a transitar el camino que te lleva a Dios. Es más, si tu perfeccionas esa práctica, con el tiempo tu mismo te convertirás en Dios.

En mi cabeza chocaron, con la fuerza de dos placas tectónicas que se embisten, la moraleja de ese cuento y los argumentos del difunto Pontífice.  El saludo de dedicatoria de un porro, que sonaba a todo volumen en el equipo de sonido del vecino, vino a agravar las cosas. En la parte más alegre de la pieza musical un hombre, con el acento de los campesinos del Bajo Sinú, dijo: “Daniel Alfredo Naranjo, si es verdad que el diablo existe tiene que estar vestido de mujer”.

Sin darme cuenta una hoguera teológica había tomado vuelo en mi cabeza. El fuego se expandía rápidamente. Las llamas habían dado lugar a una conflagración de proporciones monumentales. El incendio devoraba mi espíritu, segundo tras segundo, sin dejarme ninguna salida. Para escaparme de la deflagración por una parte segura abrí mi biblia y comencé a leer el primer versículo que vieron mis ojos. No había leído cinco palabras del libro sagrado cuando caí en cuenta, para mi gran sorpresa, que en el texto que examinaba, Dios era hombre. Sin darme tiempo de elaborar otra conjetura, mi raciocinio me impuso una conclusión aparatosa. ¡Oh Dios!, no podía creerlo, pero acababa de descubrir una nueva ley  teológica, condensada en un gracioso silogismo. Dios y el Diablo existen. Si existen, tienen sexo. La Biblia dice que Dios es hombre, pero no establece con claridad el sexo de Satán. Si en la naturaleza existen dos sexos, no se conoce de seres asexuados y el Sexo de Dios es masculino, entonces el diablo es de sexo femenino y está representado en la mujer.

-  ¡Santo cielo!, exclamé angustiado, ya entiendo porque fue Eva la que indujo a Adán al pecado…

Arribar a esa conclusión me produjo una profunda consternación. De un minuto al otro sentí que comenzó a faltarme el aire y el cuerpo se me paralizaba. Una legión de suposiciones se había tomado por asalto mi cabeza y me estaba estrangulando sin que yo opusiera resistencia. En un acto desesperado, tratando de escapar de ese marasmo mental, grité a voz en cuello:  
 -  ¡Señor, Señor, qué caos!...

Tomándome la cara con las manos, flagelado por la aflicción, clamé:
-  Padre, ten piedad de mí y sácame de esta tormenta, que aún no tengo tema para mi predica de hoy.

Con el pretexto de deshacerme de esa ola de incoherencias, que había nublado por completo mi capacidad de razonar, decidí de salir a caminar un rato, para relajarme un poco y poder pensar en mi sermón de la tarde. Tomé mis gafas de sol, agarré mis llaves, me despedí de mi mujer y me eché a andar sin rumbo. No había caminado doscientos metros, cuando levanté la mirada para cruzar la calle y justo, allí, en la pared de enfrente, en negro sobre blanco, un graffiti me estrujó sobre la cara un anatema urticante:
-   El diablo no es tan malo como se afirma, lo que pasa es que los seguidores de Dios no cesan de hacerle mala prensa.

Escandalizado regresé a mi casa, entré en mi aposento, me eché boca arriba sobre mi cama y comencé a meditar. En ese momento me acordé de un testimonio, que el hijo del difunto pastor Maño Torres dio una vez en el centro de estudios teológicos. Sin dar tantas vueltas decidí que esa tarde, en vez de predicar, contaría, tal como él nos lo contó en la escuela de pastores, ese testimonio. La historia es la siguiente y la contaré en primera persona, porque así la contó quien la vivió.
 ***

Mi padre había llevado en su juventud una vida mundana y perdida, en la que abundaron, en cantidades superlativas, las mujeres de vida licenciosa, el licor, las drogas y el juego. Sumergido en el infierno del vicio y la desmesura, ese hombre pasó los mejores años de su vida. Allí, atrapado en el universo de la perdición, se encontraba aquel individuo el día en que una mujer le habló de Dios. Mi padre se sintió atraído por esa mujer, escuchó su mensaje y se convirtió a la palabra. Varios meses después, mi padre se casaría con la mujer que le presentó a Dios. Yo, amados hermanos, soy el primer fruto de esa unión.

Antes de que yo naciera, para evitarme los suplicios por los que él había pasado, mi padre decidió que yo sería predicador. Esa decisión lo llevó a tomar todas las precauciones del caso para que yo fuese entrenado, desde niño, en las artes de la oratoria religiosa, el conocimiento de los textos sagrados y en el manejo adecuado de la espiritualidad.

A pesar de que desde mi más temprana edad, hermanos, yo había sido educado para servir a la obra de Dios, para perfeccionar mis conocimientos en los temas sagrados, cuando cumplí 18 años, mi padre decidió de enviarme a cursar un seminario de profundización bíblica en una prestigiosa escuela religiosa, localizada en la pequeña ciudad de Cookeville, en el Estado de Tennessee. Interesado en que mi estadía allí fuera absolutamente productiva, mi padre se ocupó de que yo fuese alojado en la casa de uno de los pastores que dirigía el seminario bíblico. La suya era una familia absolutamente creyente, que llevaba una vida dentro de los cánones del puritanismo. No entraré a describir los mores propios de esa familia, porque no es el objetivo de este testimonio.

Como dicen aquí en nuestra tierra el Diablo siempre asecha hermanos y esta presto a inducirnos al pecado. El pastor y su mujer, que eran personas muy recatadas tenían tres hijas cuyas edades oscilaban entre los 18 y 23 años. Yo en la vida no había visto mujeres de una piel tan blanca, de unos cabellos tan claros y de unos ojos tan azules. Por su parte, ellas, así me lo ha confesado varias veces la menor de todas en esas largas conversaciones, que animan la vida cotidiana de toda pareja, tampoco habían visto –o mejor dicho tenido contacto directo- con un hombre de mis características. Como el diablo –desde el comienzo del mundo- ha hecho su trabajo a través de los deseos carnales, ellas –desde el primer momento- se sintieron tan atraídas por mí, como yo  me sentí por ellas. Yo, para evitar cualquier desliz, puse el tema en oración.

El dormitorio que me fue destinado quedaba en el ático, separado del resto de los dormitorios de los habitantes de la casa, que se encontraban todos en la segunda planta. Como estaba muy cansado, me fui a dormir inmediatamente después de la cena. No había cerrado bien los ojos cuando empecé a soñar que deambulaba en medio de una selva exuberante, poblada de árboles gigantescos, cargados de frutas apetitosas. La floresta estaba habitada por bandadas de pájaros exóticos y legiones de mujeres desnudas, que parecían seleccionadas en un reinado nacional de belleza de Venezuela. Cuando no se encontraban retozando la resolana sobre las piedras, en poses tan obscenas como esas que adoptan las modelos que se observan en los pecaminosos cuadros del pintor Harold Ortiz, se bañaban en las cascadas de los riachuelos, que surcaban ese decadente paraíso onírico.

Al verme, las divas comenzaron a caminar hacia mí, adoptando la actitud seductora de esas modelos que desfilan en las pasarelas de los desfiles de moda. Para ponerme a salvo del pecado tomé mi biblia, la abrí, leí un versículo y comencé a orar. Pero hermanos, la incitación a pecar era más fuerte que yo y mi carne flaqueó. Cuando iba a comenzar el ritual pecador, del cielo descendió un cono de luz de colores magníficos, que rodeó mi cuerpo, lo raptó y me llevó lejos de ese lugar de lujuria. En ese momento desperté. Para paliar la angustia, tomé mi biblia, la abrí, leí un versículo, oré durante un rato y me acosté de nuevo.

Me estaba volviendo a quedar dormido cuando una nueva pesadilla comenzó. Soñé que el propio Demonio entró por la ventana, me levantó de la cama a pulso, me tiró en uno de sus hombros, descendió las escaleras, atravesó la sala, abrió la puerta: yo gritaba pero nadie me oía, salió a la calle y me arrojó sobre el piso. En seguida tomó su trinche y se abalanzó contra mí. El arma del Maligno iba a atravesar mis carnes cuando yo dí tres rollos sobre el pavimento y, como impulsado por un resorte, me levanté. Sin pensarlo dos veces me eché a correr por un sendero escabroso, que se dirigía a la cima de una montaña. Estaba completamente desnudo y mi espíritu se encontraba minado por el sentimiento de la indefensión.

El paisaje era breñoso y estaba poblado por una vegetación plagada de espinos, zarzas, escaramujos y todo tipo de bejucos de tallos y hojas filosas y rasposas. A cada paso yo trastrabillaba y caía, me levantaba, volvía a caer y volvía y me levantaba. Detrás de mí, completamente desnudo, corría Belcebú con su tridente. La falta de aire comenzaba a asfixiarme. Las hojas de los bejucos, las espinas de los árboles y las rocas destrozaban mi piel en cada movimiento. Mi cuerpo lacerado y sangrante sudaba copiosamente y con el sudor aumentaba el ardor de mis heridas.

Cuando llegué a la cima de la montaña me encontré frente a frente con un abismo profundo. No podía intentar un desvió porque, a lado y lado, el camino estaba tapiado por sendas parelillas de rocas difíciles de escalar. No podía devolverme porque detrás de mí, con su trinche en la mano, estaba Satanás pisándome los talones. Como no tenía otra salida, me encomendé a Dios y me lancé al precipicio. Estaba a punto de tocar el fondo de la sima, cuando una parvada de ángeles vino en mi auxilio y me llevó a un lugar seguro. En ese momento me desperté azorado.

Para calmar mi angustia, tomé la biblia, leí un versículo y me puse a orar. Mientras oraba me fui quedando dormido. No había vuelto a conciliar bien el sueño cuando empecé a soñar que deambulaba por un sendero, que atravesaba un paraje de árboles y plantas desnudas, cuyas ramas eran mecidas de manera permanente por un viento helado. Caía una  llovizna pertinaz, que iba empapando sin prisa y sin pausa mí ropa. Una que otra confiera salpicaba de verdor la desolación tenebrosa, que gravitaba sobre ese paisaje desolado. Una bandada de gigantescos pájaros negros, que surcaba el cielo, pasó sobre mi cabeza, emitiendo sonidos horripilantes.

De un momento a otro comencé a subir una colina llena de cruces y losas fúnebres. Cuando gané la cima y comencé a descender vi a lo lejos una explanada. En el centro se encontraba una cabaña de aspecto confortable. Sin saber por qué, me dirigí hacia ella. Cuando llegué allí, como si éste fuese mi domicilio, gire el pomo de la puerta y entré con absoluta confianza. Dentro de la cabaña, al final de la sala, sentado en posición de lotus, se encontraba el Demonio blandiendo en las manos todos los libros sagrados. A su derecha las hijas del pastor, vestidas de sensual lencería, me aguardaban coquetas. A su izquierda, el pastor y su mujer celebraban mi llegada.

Resignado frente a los designios de mi destino me sumé al grupo, alineándome de lado de la pareja pastoral. Los dos, obsequiosos y festivos me invitaron a poseer sus hijas sin rodeos. El ritual de pecado iba a comenzar cuando escuché que alguien pronunciaba mi nombre. Abrí lentamente los ojos y, ¡oh sorpresa! Delante de mí estaba el pastor, su mujer y sus tres hijas, que habían subido a despertarme para que bajara a hacer la primera oración del día y a tomar el desayuno.

Avergonzado cerré los ojos. De nuevo comencé a deambular por un sendero, que atravesaba una selva de árboles exóticos, cargados de frutas apetitosas y poblada de aves fantásticas y mujeres desnudas. No les cuento más porque el resto ustedes ya lo saben.

***

Satisfecho de mi discurso cerré mi predica, diciéndole a mis feligreses que redoblaran su vigilancia, porque el diablo nos asecha hasta en los sueños. La seriedad de mi reflexión se echó a perder porque una mujer vestida de negro, que se encontraba en la mitad del templo, acotó con malicia:
-  Y los deseos de pecar pueden sorprendernos hasta en la casa del pastor.

Sin tener en cuenta que estábamos celebrando la solemnidad del culto, la congregación estalló en risas, sin detenerse ni un instante en la moraleja del testimonio que yo acaba de relatarles.



Enoïn Humanez Blanquicett, Montreal, Québec, verano de 2011.
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