Imagen
tomada de https://www.definicionabc.com/general/incendio.php
Cuando iba camino a la cama,
de lo lejos, llegaron a sus oídos los ecos difusos de un tocadiscos bullicioso.
Un coro de voces afro-caribe repetía a todo galillo, en tono festivo, un refrain pegajoso. “Fuego en el cuartel de bomberos”, gritaban las voces, mientras un
solo de trompetas les servía como telón de fondo y una voz jacarandosa, en la
que era evidente el acento de la africanidad, fraseaba un lamento de locuciones
improvisadas, alrededor de las palabras mamá, cochero bomberos. Como estaba cansado, no le prestó mucha atención al estribillo, ni a
las trompetas, ni al fraseo lastimero de la voz negroide, que repetía en un
tono vecino del trance: “bomberos/ mamá/
mamá se quema la maya/ mama, pero mira
mamá que me muero/ que fuego/ que fuego en el cuartel de bomberos… bomberos,
bomberos”.
Cuando posó la cabeza sobre
la almohada perdió contacto con la música y su cuerpo se abandonó a la de Dios. Apenas cerró los ojos comenzó
a navegar sobre las aguas procelosas de una pesadilla averna. Amarrado a su
cama con un cable de acero de grueso calibre veía como un incendio voraz, que
se iniciaba en un lugar recóndito de su corazón, iba devorando, sin piedad,
aquello que era su morada. De la ferocidad de las llamas no se salvaban ni los muebles,
ni los libros, ni los fierros forjados de las ventanas y los utensilios de
cocina, que se fundían como témpanos de hielo con la rudeza del calor, ni las vigas
de hormigón, que sostenían la construcción, ni los recuerdos felices del pasado.
Todo, sin importar que fuera palpable o abstracto, era reducido a cenizas por
el fuego. Al exterior del edificio, los bomberos hacían cuanto estaba a su
alcance para extinguir una hoguera diabólica, que solo cedió después de haber consumido
el último hueso de su cuerpo. Cuando estuvo seguro de que no había peligro
para el personal del servicio de legistas del Estado que se ocuparía de esclarecer
los hechos, el comandante de la unidad de bomberos ordenó el inicio de la
inspección del lugar. Entre las cenizas de la cama y las escorias de aquello
que había sido su cuerpo, justo en el lugar donde estaba situado su corazón,
encontraron una foto intacta. Era la foto de ella.
Tranquilo, porque el rostro de
esa que lo había desvelado durante muchos años había salido intacto de esa
tragedia, su cuerpo se relajó y su sueño comenzó a serenarse. El resto de la
noche durmió con placidez y sin sobresaltos. A las seis de la mañana del día
siguiente se despertó con el canto de los pájaros que merodeaban por el jardín.
Su memoria no recordaba ni una iota
de aquel hecho trágico, que había sucedió al comienzo de la noche. Como lo
esperaba una larga jornada repleta de compromisos, se dispuso a prepararse para
vadear los obstáculos que lo esperaban. Para informarse, de manera sumaria,
sobre lo que había pasado en el mundo mientras dormía, prendió la tele para
escuchar las noticias mientras preparaba el desayuno. Estaba batiendo los huevos
y vigilando el pan en la tostadora, cuando escuchó un titular que hablaba de un
incendio en una casa situada en una ciudad a seiscientos kilómetros de
distancia. El hecho del que acababa de ponerse al corriente le recordó su
pesadilla de la noche anterior. Para comentarle las generalidades de su sueño y
conocer noticias de ella corrió a buscar su número de teléfono en unas
agendas viejas, que tenía al alcance de la mano. Su búsqueda se detuvo cuando
vio en una esquina de la pantalla una foto, que servían de apoyo al
telereportaje sobre ese suceso luctuoso.
Mientras la noticia rodaba,
por la ventana se colaba el estribillo de una canción popular cubana, en la que
una voz guapachosa, de cadencia africana, pregonaba en tono festivo: “el
cuarto de Tula/ que cogió candela/ se quedó dormida/ y no apagó la vela/ el cuarto de…” Al final del
informe, el reportero atribuyó el percance al volcamiento de un sirio de un
altar que había en el cuarto. En la mesa de noche encontraron intacto un libro
de autoayuda, escrito por el gurú de moda, una suerte de grifo mitad
esoterista, mitad evangelista, que tenía fama de sanar los males del alma. El separador se encontraba entre dos páginas,
en una de las cuales podía leerse un párrafo, que contenía un mensaje profético.
“No temas por tu destino cuando atravieses por momentos oscuros, que el cielo
está lleno de seres luminosos que están de tu lado. En cualquier momento uno de
esos seres de luz te enviara un rayo purificador, que le pondrá fin para
siempre a los males que te agobian en este mundo perecedero, envolviendote en
el fuego celestial, llevándose tu alma a un lugar donde será iluminada para
siempre por los fulgores que iluminan día y noche las arcadas de la gloria”.
Abrumado por esa tragedia,
que le había puesto fin a la vida de aquella que pudo haber reorientado –a su
antojo- el curso de su destino, se fue a hacerle frente a sus compromisos
profesionales. Iba pasando frente al templo de la congregación evangélica Río
Celeste, cuando vio un afiche en el que sobresalía, en primera plana, un rostro
conocido. En la parte baja del retrato podía leerse: “Italia Calvino,
consultora espiritual, exorcista, experta en expulsar los espíritus de las
tinieblas”. Sin pensarlo dos veces entró en el lugar. A su encuentro vino un
hombre que se anunció como el pastor de la congregación.
- Quiero
ver a la señora Calvino, le dijo sin fórmula de cortesía.
- Por
supuesto, le respondió el otro sin rodeos. ¡Por lo que me transmite su
semblante veo que el asunto no da espera!
Italia Calvino había sido su
novia durante gran parte de la secundaria. Ella fue la mujer con la que se fue
por primera vez a la cama. Sin embargo, en el último año del colegio su romance
terminó de manera borrascosa. Italia, que era bastante exótica, había adquirido
en la escuela fama de hechicera. De ella se decía en baja voz que leía las
cartas, las marcas que deja el café en la taza y la ceniza del tabaco. Felicia Pimiento,
que se moría por él, regó el chisme de que Italia lo había vuelto estúpido,
dándole de beber un maranguango para el que no conocían antídotos, preparado por un brujo de una
tribu de indios guajiros. El asunto llegó a sus oídos y el romance acabó en
pelotera.
Divorciada, con dos hijos a
cuestas y maltratada por el amor, a los treinta años Italia escoró en la
iglesia Rio Celeste, cuando ya no tenía a donde ir. Allí ganó rápidamente fama de
sanadora espiritual y restauradora de almas. Sus correligionarios decían de
ella que poseía un don, que consistía en echar los demonios fuera y desatar las
ligazones espirituales, que ataban a las personas a los espíritus protervos.
Cuando lo vio entrar en su gabinete su cara se iluminó con el mismo resplandor,
con el que se había iluminado aquella mañana de febrero, cuando se cruzaron por
primera vez en el salón de noveno grado. Él, sin preámbulos, entró a contarle de su
sueño y la tragedia que le había descompuesto el día. Después de escucharlo con
atención, apelando a un tono agorero ella le dijo:
- Tu
aura me dice que has sido un trofeo, por el que se ha librado una batalla feroz
en el mundo del más allá. Puedo leer en ella, de manera clara, que tu alma fue ofrecida
como pago al demonio en una lucha a muerte, que se libró anoche entre dos espíritus
tenebrosos, encarnados en dos mujeres, que hicieron pacto con el maligno para
controlar tu vida. Ese combate, que se peleó en el inframundo, ha tenido
consecuencias graves en el mundo que te rodea. Que estés vivo se debe a que
alguien, que te quiere mucho, ha escrito tu nombre con letras de oro en el libro
de la salvación. Ese acto te protegió. Pero quedaste maltrecho. De no adoptarse
hoy las medidas correctivas tu vida estará atada para siempre al alma de la
muerta. Serás un espíritu zombi, un muerto vivo. Dobla la rodilla. A mi lado, y
al unísono conmigo ahora por el alma de ese ser, que te protegió con sus
oraciones.
Cuando volvió a tomar
conciencia de la realidad el día se había diluido. Un ligero sentimiento de
ansiedad vino a perturbarlo. Pero de inmediato desapareció. Los compromisos de
esa jornada y los del día siguiente ya no tenían ningún sentido. Con un
sentimiento de redención anidado en el corazón se fue a El Paraíso de Adán y
Eva, a las seis de la tarde, a comer en compañía de Italia Calvino. Ese restaurante,
especializado en comida vegetariana, se había convertido en el sitio preferido
de las almas que habían nacido de nuevo.
Montreal, 22 de junio de 2017
Autor: Enoïn Humanez Blanquicett, derechos reservados
de autor.