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martes, 4 de julio de 2017

Incendio



Cuando iba camino a la cama, de lo lejos, llegaron a sus oídos los ecos difusos de un tocadiscos bullicioso. Un coro de voces afro-caribe repetía a todo galillo, en tono festivo, un refrain pegajoso. “Fuego en el cuartel de bomberos”, gritaban las voces, mientras un solo de trompetas les servía como telón de fondo y una voz jacarandosa, en la que era evidente el acento de la africanidad, fraseaba un lamento de locuciones improvisadas, alrededor de las palabras mamá, cochero bomberos. Como estaba cansado, no le prestó mucha atención al estribillo, ni a las trompetas, ni al fraseo lastimero de la voz negroide, que repetía en un tono vecino del  trance: “bomberos/ mamá/ mamá  se quema la maya/ mama, pero mira mamá que me muero/ que fuego/ que fuego en el cuartel de bomberos… bomberos, bomberos”. 


Cuando posó la cabeza sobre la almohada perdió contacto con la música y su cuerpo se abandonó a la de Dios. Apenas cerró los ojos comenzó a navegar sobre las aguas procelosas de una pesadilla averna. Amarrado a su cama con un cable de acero de grueso calibre veía como un incendio voraz, que se iniciaba en un lugar recóndito de su corazón, iba devorando, sin piedad, aquello que era su morada. De la ferocidad de las llamas no se salvaban ni los muebles, ni los libros, ni los fierros forjados de las ventanas y los utensilios de cocina, que se fundían como témpanos de hielo con la rudeza del calor, ni las vigas de hormigón, que sostenían la construcción, ni los recuerdos felices del pasado. Todo, sin importar que fuera palpable o abstracto, era reducido a cenizas por el fuego. Al exterior del edificio, los bomberos hacían cuanto estaba a su alcance para extinguir una hoguera diabólica, que solo cedió después de haber consumido el último hueso de su cuerpo. Cuando estuvo seguro de que no había peligro para el personal del servicio de legistas del Estado que se ocuparía de esclarecer los hechos, el comandante de la unidad de bomberos ordenó el inicio de la inspección del lugar. Entre las cenizas de la cama y las escorias de aquello que había sido su cuerpo, justo en el lugar donde estaba situado su corazón, encontraron una foto intacta. Era la foto de ella.

Tranquilo, porque el rostro de esa que lo había desvelado durante muchos años había salido intacto de esa tragedia, su cuerpo se relajó y su sueño comenzó a serenarse. El resto de la noche durmió con placidez y sin sobresaltos. A las seis de la mañana del día siguiente se despertó con el canto de los pájaros que merodeaban por el jardín. Su memoria no recordaba ni una iota de aquel hecho trágico, que había sucedió al comienzo de la noche. Como lo esperaba una larga jornada repleta de compromisos, se dispuso a prepararse para vadear los obstáculos que lo esperaban. Para informarse, de manera sumaria, sobre lo que había pasado en el mundo mientras dormía, prendió la tele para escuchar las noticias mientras preparaba el desayuno. Estaba batiendo los huevos y vigilando el pan en la tostadora, cuando escuchó un titular que hablaba de un incendio en una casa situada en una ciudad a seiscientos kilómetros de distancia. El hecho del que acababa de ponerse al corriente le recordó su pesadilla de la noche anterior. Para comentarle las generalidades de su sueño y conocer noticias de ella corrió a buscar su número de teléfono en unas agendas viejas, que tenía al alcance de la mano. Su búsqueda se detuvo cuando vio en una esquina de la pantalla una foto, que servían de apoyo al telereportaje sobre ese suceso luctuoso.

Mientras la noticia rodaba, por la ventana se colaba el estribillo de una canción popular cubana, en la que una voz guapachosa, de cadencia africana, pregonaba en tono festivo: el cuarto de Tula/ que cogió candela/ se quedó dormida/ y no  apagó la vela/ el cuarto de…” Al final del informe, el reportero atribuyó el percance al volcamiento de un sirio de un altar que había en el cuarto. En la mesa de noche encontraron intacto un libro de autoayuda, escrito por el gurú de moda, una suerte de grifo mitad esoterista, mitad evangelista, que tenía fama de sanar los males del alma.  El separador se encontraba entre dos páginas, en una de las cuales podía leerse un párrafo, que contenía un mensaje profético. “No temas por tu destino cuando atravieses por momentos oscuros, que el cielo está lleno de seres luminosos que están de tu lado. En cualquier momento uno de esos seres de luz te enviara un rayo purificador, que le pondrá fin para siempre a los males que te agobian en este mundo perecedero, envolviendote en el fuego celestial, llevándose tu alma a un lugar donde será iluminada para siempre por los fulgores que iluminan día y noche las arcadas de la gloria”.

Abrumado por esa tragedia, que le había puesto fin a la vida de aquella que pudo haber reorientado –a su antojo- el curso de su destino, se fue a hacerle frente a sus compromisos profesionales. Iba pasando frente al templo de la congregación evangélica Río Celeste, cuando vio un afiche en el que sobresalía, en primera plana, un rostro conocido. En la parte baja del retrato podía leerse: “Italia Calvino, consultora espiritual, exorcista, experta en expulsar los espíritus de las tinieblas”. Sin pensarlo dos veces entró en el lugar. A su encuentro vino un hombre que se anunció como el pastor de la congregación.
          -  Quiero ver a la señora Calvino, le dijo sin fórmula de cortesía.
          -  Por supuesto, le respondió el otro sin rodeos. ¡Por lo que me transmite su semblante                   veo que el asunto no da espera!
 
Italia Calvino había sido su novia durante gran parte de la secundaria. Ella fue la mujer con la que se fue por primera vez a la cama. Sin embargo, en el último año del colegio su romance terminó de manera borrascosa. Italia, que era bastante exótica, había adquirido en la escuela fama de hechicera. De ella se decía en baja voz que leía las cartas, las marcas que deja el café en la taza y la ceniza del tabaco. Felicia Pimiento, que se moría por él, regó el chisme de que Italia lo había vuelto estúpido, dándole de beber un maranguango para el que no conocían antídotos, preparado por un brujo de una tribu de indios guajiros. El asunto llegó a sus oídos y el romance acabó en pelotera.

Divorciada, con dos hijos a cuestas y maltratada por el amor, a los treinta años Italia escoró en la iglesia Rio Celeste, cuando ya no tenía a donde ir. Allí ganó rápidamente fama de sanadora espiritual y restauradora de almas. Sus correligionarios decían de ella que poseía un don, que consistía en echar los demonios fuera y desatar las ligazones espirituales, que ataban a las personas a los espíritus protervos. Cuando lo vio entrar en su gabinete su cara se iluminó con el mismo resplandor, con el que se había iluminado aquella mañana de febrero, cuando se cruzaron por primera vez en el salón de noveno grado. Él, sin preámbulos, entró a contarle de su sueño y la tragedia que le había descompuesto el día. Después de escucharlo con atención, apelando a un tono agorero ella le dijo: 
         
     - Tu aura me dice que has sido un trofeo, por el que se ha librado una batalla feroz en el mundo del    más allá. Puedo leer en ella, de manera clara, que tu alma fue ofrecida como pago al demonio en una lucha a muerte, que se libró anoche entre dos espíritus tenebrosos, encarnados en dos mujeres, que hicieron pacto con el maligno para controlar tu vida. Ese combate, que se peleó en el inframundo, ha tenido consecuencias graves en el mundo que te rodea. Que estés vivo se debe a que alguien, que te quiere mucho, ha escrito tu nombre con letras de oro en el libro de la salvación. Ese acto te protegió. Pero quedaste maltrecho. De no adoptarse hoy las medidas correctivas tu vida estará atada para siempre al alma de la muerta. Serás un espíritu zombi, un muerto vivo. Dobla la rodilla. A mi lado, y al unísono conmigo ahora por el alma de ese ser, que te protegió con sus oraciones.   

Cuando volvió a tomar conciencia de la realidad el día se había diluido. Un ligero sentimiento de ansiedad vino a perturbarlo. Pero de inmediato desapareció. Los compromisos de esa jornada y los del día siguiente ya no tenían ningún sentido. Con un sentimiento de redención anidado en el corazón se fue a El Paraíso de Adán y Eva, a las seis de la tarde, a comer en compañía de Italia Calvino. Ese restaurante, especializado en comida vegetariana, se había convertido en el sitio preferido de las almas que habían nacido de nuevo.
        
Montreal, 22 de junio de 2017

Autor: Enoïn Humanez Blanquicett, derechos reservados de autor.